Esta semana, los cines argentinos vieron el estreno de Pequeña Flor, película dirigida y coescrita por Santiago Mitre. El film –una adaptación de la novela homónima de Iosi Havilio–, fue rodado en Francia en 2020 y post producido durante la pandemia del COVID-19. Este marca su cuarto largometraje como guionista y director.
El último trabajo del director llegó a la pantalla grande en 2017, cuando presentó el sólido thriller psicológico y político El Presidente. Se trata de una pieza de cine con una escenificación elegante y una trama atrapante. Por lo tanto, no es pequeño el hueco que el cineasta abre con su cuarto trabajo, Pequeña Flor; ya que pasa del drama con fuerte tendencia al thriller a la comedia romántica ingeniosamente poco convencional.
Mitre escudriña con entusiasmo las conocidas vetas de la oscuridad del alma humana, que carcome de forma lenta y furtiva la cotidianidad hasta sesgar nuestra relación con el otro. Pero lo hace con tal sentido del humor que este retrato irónico y oscuro adquiere los contornos de una fábula surrealista destartalada y singular, donde matar al prójimo puede acercar a la felicidad.
«Pequeña Flor»: realismo mágico desde la pluma argenta
Clermont-Ferrand. Herve Villard. Un asesinato salvaje repetido sin cesar en múltiples variaciones. Desde sus primeros momentos, Pequeña Flor nos ofrece una estampa esquiva y particularmente placentera que coquetea con la comedia ácida.
Su historia parece poseída por una fiebre de improvisación. Se ofrece como un retrato que capta con agudeza la rutinaria vida cotidiana de una pareja, mientras avanza como un objeto pasmoso sin etiqueta. Desinhibida, inesperada y bien ayudada por un Melvil Poupaud irresistible e insoportable. La lente de Mitre se ve atraída sobre el absurdo de la cotidianidad y las atmósferas surrealistas. Recorre los terrenos del realismo mágico, evitando en todo momento la solemnidad. Evoca la pluma de Borges, Cortázar y Bioy Casares.
La película, co-escrita por Mariano Llinás, es uno de los ejercicios cinematográficos más libres y disparatados de los últimos años. Su escritura lúdica y primitiva se encuentra parasitada por una forma psicoanalítica ya presente en El Presidente. Si Mitre cita la influencia de los grandes autores argentinos del realismo mágico, es a través de este género que ahonda en muchos de los males contemporáneos: la grisura de nuestra condición humana; la incomunicabilidad de una pareja rota por su rutina; el surgimiento inexorable de nuestros impulsos reprimidos.
Cuenta que no cuenta nada, luego cuenta algo
Toda el alma de Pequeña Flor reside en la historia de amor que Mitre y Llinás sitúan en el centro de la narración. Esa flor que, irónicamente, hay que regar –incluso con sangre– para que no se marchite bajo el peso de la banalidad y el aburrimiento cotidiano. Porque la rutina amenaza con plagar la otrora solar unión de José (Daniel Hendler) y Lucie (Vimala Pons); cuya felicidad de vida paternal en las tranquilas calles de Clermont-Ferrand nunca parece tan en peligro.
Mientras ella consulta a un psiquiatra (Sergei López), él se embarca en una terapia diferente: cada jueves, liquidar a su vecino (Melvil Poupaud) de la manera más brutal posible. Siempre con “Petite Fleur” de Sidney Bechet en el fondo. Es esta especie de rutina absurda y sangrienta, una verdadera paradoja temporal y racional que servirá tanto de cemento para consolidar/reavivar la llama de la pareja como delirante artilugio en una cáustica y absurda comedia conyugal.
A pesar de su ritmo por momentos perezoso, Pequeña Flor es una curiosidad apasionante, protagonizada por un cuarteto inmenso. Como una comedia sobre una pareja en crisis que intenta escapar de la aplanadora de las costumbres y el retrato de un hombre desarraigado que lucha por encontrar su lugar en su país de adopción, establece un clima ambiguo y cómico, poético, excéntrico y sostenible.