Cancelación cultural: ¿Qué hacer con las obras cuando sus autores caen en desgracia?

Las denuncias a figuras reconocidas del mundo artístico reabren una discusión incómoda: cómo relacionarse con sus creaciones cuando el prestigio entra en conflicto con lo que ahora sabemos sobre quienes las crearon.
Cancelación Cultural
La cancelación cultural de Neil Gaiman significaría perder una de las voces más influyentes de la literatura contemporánea. Créditos: ChatGPT, generador de imágenes DALL·E

La pregunta sobre qué hacer con una obra cuando su autor ha sido acusado o desacreditado públicamente, alguna vez restringida a debates académicos o sobremesas cinéfilas, hoy circula con intensidad en redes sociales, medios y comunidades culturales. No es nueva, pero adquirió una urgencia particular en la última década: ya no se discute solo qué mirar o leer, sino también a quién se elige legitimar con ese gesto.

En ese cruce entre ética, arte y memoria, se juega una tensión que atraviesa a toda la cultura contemporánea. La caída pública de figuras antes intocables —autores, directores, músicos, actores— obliga a revisar no solo sus obras, sino también la relación que el público establece con ellas. ¿Podemos seguir leyendo a un autor acusado de abuso? ¿Es posible separar la creación de la biografía? ¿O todo acceso a la obra está inevitablemente mediado por la subjetividad y la historia de quien la produce?

En enero de 2025, estas preguntas se reactivaron con fuerza a partir de las denuncias públicas contra Neil Gaiman. El autor británico, celebrado por su sensibilidad narrativa y su cercanía con los lectores, fue acusado por varias exparejas de abuso emocional y manipulación. El escándalo no solo impactó en su figura pública, sino que reinstaló un viejo dilema cultural: ¿qué hacemos con las obras que amamos cuando descubrimos que sus autores no eran quienes creíamos?

El impacto del #MeToo y el juicio cultural

Desde su irrupción en 2017, el movimiento #MeToo propuso una relectura forzada —pero urgente— de los modos de producción cultural. Lo que comenzó como una denuncia contra prácticas sistemáticas en Hollywood pronto desbordó sus márgenes: editoriales, universidades, espacios artísticos y circuitos independientes también se vieron interpelados.

Más que un ajuste de cuentas, el movimiento produjo una transformación profunda en la sensibilidad colectiva. Visibilizó estructuras de poder arraigadas y evidenció cómo el prestigio —en muchos casos— había funcionado como una forma de inmunidad. Pero la intensidad de su impacto también generó resistencias. Las acusaciones de “punitivismo” se volvieron argumentos frecuentes para deslegitimar la crítica o relativizar los hechos.

En este terreno ambivalente, la figura pública queda expuesta a un juicio difuso: mediático, social, afectivo. A diferencia del ámbito judicial, no hay protocolos ni tiempos definidos. Las consecuencias varían, pero en todos los casos se disputa algo más que la reputación de un individuo: se reconfigura el lugar que ocupa en el imaginario común.

Cultura de la cancelacion
Descartar El Pianista por las acciones de Polanski supondría renunciar a una de las obras más profundas sobre la resistencia humana en tiempos de guerra. La decisión de cancelar a los autores podría hacernos perder obras fundamentales que, aunque creadas por individuos imperfectos, siguen ofreciendo un valor cultural incuestionable.
Créditos:  ChatGPT, generador de imágenes DALL·E

Ídolos en disputa: entre la consagración y la cancelación

El caso de Neil Gaiman no es aislado. La discusión lo ubica en una genealogía compleja: Roman Polanski, Woody Allen, Junot Díaz, Louis C.K., Kevin Spacey, entre otros. Algunos enfrentaron procesos legales, otros solo el rechazo del público o del mercado, y muchos se mueven en zonas grises. Incluso figuras sin denuncias penales, como J.K. Rowling, han sido cuestionadas por sus intervenciones públicas.

Lo que está en juego no es únicamente la moralidad de los autores, sino la manera en que sus obras son recibidas, circuladas y reinterpretadas. ¿Puede una película seguir conmoviendo si su director ha sido denunciado? ¿Es posible leer una novela sin escuchar, al fondo, la voz de quien la escribió? ¿Hasta qué punto la biografía contamina la experiencia de la obra?

La historia del arte no ofrece respuestas sencillas. Caravaggio fue asesino; Céline, antisemita; Picasso, misógino. La diferencia, quizás, no radica en la pureza de los creadores sino en el modo en que hoy leemos esas impurezas. El presente impone una nueva ética del consumo cultural, en la que ya no puede ignorarse el contexto de producción.

«TÁR» y el ensayo ficcional sobre la caída

En este escenario, TÁR (Todd Field, 2022) se convirtió en uno de los relatos más lúcidos sobre la relación entre arte, poder y moralidad. Lydia Tár, directora de orquesta admirada y acusada, encarna una figura ambigua: brillante, carismática, cuestionada. La película evita los lugares comunes del juicio moral y opta, en cambio, por una observación minuciosa de la caída. No hay redención ni condena, solo desplazamiento. El arte —la música— permanece, incluso cuando la figura que lo encarnaba pierde su legitimidad.

Lejos de absolver o demonizar, TÁR expone el vacío que se produce cuando una figura en la que proyectamos virtudes éticas resulta no estar a la altura de esa expectativa. La película funciona como un ensayo. No da respuestas, pero sí plantea preguntas cruciales: ¿puede sostenerse una obra sin el aura de su autor? ¿Qué ocurre con el genio cuando deja de ser admirado?

cancelacion cultural
Si comenzáramos a cancelar todo arte basado en la moralidad de su autor, perderíamos una gran parte de la historia cultural. Los artistas no son figuras perfectas, pero sus obras reflejan realidades complejas que deben ser entendidas en su contexto, no anuladas por fallos éticos contemporáneos.
Créditos:  ChatGPT, generador de imágenes DALL·E

Pensar la cancelación cultural desde la teoría

Desde la teoría, el debate sigue abierto. La tradición estructuralista —de Roland Barthes a Michel Foucault— defendió la “muerte del autor” como gesto crítico: lo relevante no era quién había escrito, sino cómo se leía. Pero las corrientes contemporáneas —feministas, queer, decoloniales— han reintroducido la dimensión biográfica, no como anécdota, sino como parte constitutiva del sentido. La autoría no es neutra: implica relaciones de poder, condiciones materiales, legitimaciones históricas.

La académica Sarah Banet-Weiser, especialista en estudios culturales, argumenta que la cultura de la celebridad ha funcionado durante décadas como un dispositivo de blindaje para ciertos sujetos, especialmente varones blancos y poderosos. En ese marco, la crítica no debe leerse como censura, sino como una forma de disputar sentidos.

Por su parte, filósofos como Maurizio Ferraris proponen una separación más clara entre ética y estética. No todo debe evaluarse en clave moral: el arte no tiene la función de absolver, y tampoco de castigar. Slavoj Žižek, advierte sobre los riesgos de una política centrada en la pureza simbólica, mientras la izquierda se fragmenta en microdisputas éticas, la derecha avanza en el terreno económico, institucional y narrativo.

La discusión, entonces, no es solo sobre Neil Gaiman. Es sobre nosotros: sobre las formas en que construimos autoridad cultural, sobre el modo en que idealizamos a nuestros referentes, y sobre las estrategias que elegimos para enfrentar la decepción.

¿Consumir o cancelar? La ambigüedad como forma de resistencia

Consumir o no consumir ya no es solo una decisión individual. Es una práctica colectiva que define legitimidades, que establece qué voces siguen en circulación y cuáles son desplazadas. Cancelar no debería ser jamás censurar: sino intervenir críticamente sobre el sentido que le otorgamos a una obra en un momento determinado. Pero incluso esa intervención tiene límites.

La exigencia de pureza ética, aplicada retrospectivamente, deja al arte en un callejón sin salida. Si toda obra está inevitablemente atravesada por su autor y su época, desechar lo que no responde a estándares morales contemporáneos implicaría desmantelar buena parte de la producción cultural conocida. El gesto, aunque bien intencionado, puede terminar por silenciar no solo a los autores, sino también a las condiciones históricas —e ideológicas, políticas, materiales— que dieron origen a esas obras.

La alternativa no es la indulgencia, sino la lectura crítica. Reconocer las fisuras, asumir las contradicciones, leer a contrapelo. No se trata de separar ingenuamente al autor de su obra, ni de fundirlos en un juicio moral definitivo, sino de construir un vínculo activo con los textos: ¿de qué modo los leemos ahora?, ¿qué tipo de diálogo estamos dispuestos a sostener?, ¿qué relecturas nos impone el presente?

Gaiman fue, y sigue siendo, un narrador central para una generación. Su caída interpela no solo por lo que dice sobre él, sino por lo que revela sobre la cultura que lo celebró. La pregunta no es si hay que desechar su obra, sino cómo habitarla desde el desencanto, sin renunciar a la complejidad. En tiempos donde el castigo aparece como única forma de justicia simbólica, sostener la ambigüedad puede ser, también, una forma de resistencia.

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