jueves 26 de diciembre de 2024

1984 de Orwell: cuando la ficción se hace realidad

Leer 1984 es asomarse a un espejo que refleja los desafíos más acuciantes de nuestra era. No obstante, nos ofrece un punto de partida para reflexionar sobre nuestra capacidad de actuar de manera libre en un mundo donde las tentaciones autoritarias siguen presentes.
1984
Crédito: BeShared.

Si estás confundido y no sabes bien

por dónde viene la opresión,  pregúntate a ti mismo:

“¿Sobre qué asunto en particular está implícita y explícitamente prohibido discutir?”.

Es por ahí.

Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre la relación entre la obra de George Orwell, titulada “1984” y su relación con nuestro presente puesto que, leer esa pieza hoy en día, es como asomarse a un espejo que refleja los desafíos más acuciantes de nuestra era. El autor, con una perspicacia asombrosa, anticipó muchas de las inquietudes que nos aquejan: la vigilancia constante, la manipulación de la información, la erosión de la privacidad y el peligro del pensamiento único. Al confrontarnos con esta distopía, la novela nos invita a pensar sobre los límites del poder, la importancia de la verdad y la necesidad de proteger nuestras libertades individuales. Es, en definitiva, una llamada a la vigilancia y a la resistencia, un recordatorio de que la lucha por una sociedad más justa y libre es una tarea constante.

“Despiertos o dormidos, trabajando o comiendo, en casa o en la calle, en el baño o en la cama, no había escape. Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo”.

Comencemos situando la obra en su contexto histórico, teniendo en cuenta que Orwell escribió “1984” en el año 1949, en medio de la Guerra Fría, y con el auge de regímenes totalitarios. Desde entonces, su relato distópico ha sido interpretado como una advertencia contra los abusos de poder y las formas de vigilancia extrema. En este sentido, es preciso destacar que el autor no tenía la menor intención de prever el futuro, como tal vez lo interpreten algunos conspiranoicos delirantes, sino que quería exponer las consecuencias extremas de la concentración de poder y el control sobre la verdad y el ejercicio del pensar.

En “1984”, el Partido ejerce un control absoluto sobre la sociedad, manteniendo un poder centralizado que define la realidad misma. Esta idea de “control total” nos recuerda a las reflexiones de Hannah Arendt, quien en “Los orígenes del totalitarismo” explica cómo el poder totalitario transforma la realidad para subyugar a las personas, un proceso en el cual “la mentira se convierte en realidad” (Arendt, 1951). Pues bien, Orwell ilustra este fenómeno a través del concepto de “doblepensar”, que no es otra cosa que la habilidad de mantener dos ideas contradictorias al mismo tiempo. Este término resulta útil para analizar la manipulación en nuestras sociedades actuales, donde la sobreabundancia de información, a menudo contradictoria y falsa, puede llevar a confusión y pasividad, dos características que Orwell asocia con una ciudadanía dominada.

“Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no reconocer que se había realizado un acto de autosugestión. Incluso comprender la palabra doblepensar implicaba el uso del doblepensar”.

También Michel Foucault, paladín del pensamiento posmodernos, pensó esta relación entre el conocimiento y el poder en una dinámica en la cual quien domina el conocimiento, controla también las mentes y los cuerpos de los sujetos. Tanto Orwell como Foucault nos muestran cómo el conocimiento puede ser utilizado como un arma para controlar y manipular a las personas: en “1984”, el Partido controla la historia, la lengua y la información para moldear la conciencia de los ciudadanos. Foucault, por su parte, exploró cómo el saber médico, psiquiátrico y penal ha servido para categorizar, disciplinar y excluir a ciertos grupos sociales.

Asimismo, la propaganda juega un rol crucial, puesto que es un arma fundamental en el mundo de “1984”, donde el Partido emplea medios masivos para fabricar enemigos y, en consecuencia, justificar el control sobre toda la población. En la novela, el odio dirigido hacia Emmanuel Goldstein y la idea del “enemigo externo”, mantienen a la sociedad en un estado de alerta constante. De manera similar, Noam Chomsky analizó cómo la propaganda estatal y mediática puede utilizarse para manipular la percepción pública y consolidar el poder político, al sostener que los medios masivos de comunicación sirven para  construir narrativas de “buenos y malos”, facilitando así el control sobre las masas a través de la manipulación del miedo y la “identidad nacional”.

El triple alegato de 1984 contra el totalitarismo la vigilancia y la desinformacion 1
Crédito: Agencia SINC.

Anticipándose a estos mecanismos, Orwell expuso cómo la creación de enemigos ficticios, externos o internos, fortalece considerablemente la cohesión en las estructuras autoritarias. Esto es totalmente observable en la actualidad, en contextos donde se exacerban las divisiones sociales y se identifican grupos o países específicos como amenazas constantes, justificando políticas de vigilancia, restricciones a las libertades y, por qué no, un que otro bombardeo aéreo.

“Tenía usted que vivir —y en esto el hábito se convertía en un instinto— con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados”.

Otro elemento inquietante de la obra de referencia es el uso de la “neolengua”, una lengua diseñada para limitar la capacidad de pensar críticamente. Orwell crea este lenguaje ficticio para ilustrar cómo el lenguaje tiene el poder de moldear el pensamiento y, al restringir el número de palabras disponibles, pretende impedir el surgimiento de ideas subversivas. En este punto, no podemos olvidar la sentencia de Ludwig Wittgenstein que indicaba “los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”: la “neolengua” de Orwell reduce esos límites, hasta el punto en que los ciudadanos incluso pierden la capacidad de cuestionarse la realidad. Este concepto encuentra un paralelismo en nuestra era digital, donde el lenguaje se simplifica o polariza en las redes sociales y donde la comunicación está mediada por plataformas que pueden alterar el flujo de información. Ni hablar de la decadente práctica cultural que cree que por usar la “e” o la “x” al final de la palabra que designa a la persona, en realidad la incluye en la comunidad (pero de ello nos vamos a encargar en otro artículo).

Jacques Ellul también abordó este asunto en su obra titulada “Propaganda”, en la que planteó que la simplificación del lenguaje es una estrategia de manipulación masiva, despojando a las personas de herramientas críticas para resistir la influencia de un poder hegemónico (Ellul, 1965). Para este autor, la técnica, incluyendo los medios masivos de comunicación, se convierte en un instrumento de poder que sirve para propagar la ideología dominante puesto que la propaganda, al ser una técnica altamente sofisticada, se utiliza para moldear la opinión pública y garantizar así la obediencia.

“Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica”.

Otro asunto que queremos destacar de la obra es la introducción del “Ministerio de la Verdad” como institución cuyo propósito es reescribir la historia, eliminando o alterando hechos del pasado para alinearlos con las necesidades ideológicas del Partido. Esta manipulación perversa de la historia colectiva tiene un objetivo claro: asegurar que el Partido sea percibido como algo infalible y omnipotente, incluso si esto requiere manosear y distorsionar la realidad.

Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer un crimen por el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso.

Orwell describe la precitada operación como un control total de los hechos históricos, donde “quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”. Este axioma encapsula el núcleo de la manipulación histórica en la novela, permitiéndole al Partido borrar y reinterpretar registros históricos eliminando cualquier evidencia que contradiga su versión de los hechos. Winston Smith, el protagonista, trabaja de hecho modificando documentos antiguos para que las predicciones erróneas del Partido desaparezcan: esto garantiza que no exista ningún referente externo que pueda ser utilizado para cuestionar la narrativa oficial. Cualquier parecido con la realidad, es pura coincidencia.

“Y, después, algún cerebro privilegiado del Partido Interior elegiría esta o aquella versión, la redactaría definitivamente a su manera y pondría en movimiento el complejo proceso de confrontaciones necesarias. Luego, la mentira elegida pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad”.

Nuevamente Foucault puede ofrecer una perspectiva práctica para entender esta dinámica perversa. En su obra “Arqueología del saber” (1969) analiza cómo el poder utiliza discursos y narrativas para construir una “verdad histórica” que sostenga estructuras de dominio. Para él, el conocimiento y la verdad no son objetivos ni neutrales (bien posmo, todo es relativo) puesto que están profundamente entrelazados con relaciones de poder. El Partido, en la novela, al pretender controlar los archivos históricos y definir lo que es “verdadero”, ejerce un poder total sobre el pensamiento y la memoria de los individuos, condenándolos así a la imposibilidad de reinterpretar los hechos del pasado para poder modificar su presente.

“Pensó que la tragedia pertenecía a los tiempos antiguos y que sólo podía concebirse en una época en que había aún intimidad —vida, privada, amor y amistad— y en que los miembros de una familia permanecían juntos sin necesidad de tener una razón especial para ello.

Evidentemente, la manipulación del sentido de la historia en “1984” también apunta a la destrucción del sentido de continuidad y objetividad en la realidad. Los ciudadanos de Oceanía no pueden confiar en sus recuerdos, ya que no tienen manera de corroborar si los hechos que recuerdan son reales o han sido fabricados por los burócratas del Partido. Esto crea un estado de incertidumbre permanente, que favorece la obediencia y la pasividad de ciudadanos totalmente alienados, o sea, totalmente incapaces de discutir absolutamente nada.

“Le sorprendía que lo más característico de la vida moderna no fuera su crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido. La vida no se parecía, no sólo a las mentiras lanzadas por las telepantallas, sino ni siquiera a los ideales que el Partido trataba de lograr”.

Justamente por ello es relevante el planteo de Arendt, quien en “Los orígenes del totalitarismo” sostuvo que los regímenes totalitarios siempre buscan borrar los hechos del pasado porque “los hechos y la verdad son los enemigos más peligrosos de toda tiranía”. Para Arendt, destruir la verdad histórica implica no sólo consolidar el poder dominante, sino que también sirve para despojar a los individuos de la capacidad de comprender el mundo.

En nuestros días, el control y la manipulación de la narrativa histórica tienen ecos claros en la obra de Orwell. En contextos autoritarios, incrustados en democracias liberales, las narrativas oficiales a menudo intentan omitir o reinterpretar hechos incómodos del pasado. Un ejemplo de ello son los debates contemporáneos sobre la memoria histórica y las políticas del olvido selectivo, que reflejan cómo las élites pueden moldear la percepción del pasado para mantener su hegemonía. Ni hablar de la pasión por difundir noticias falsas, tamizadas por la polarización mediática que contribuye a la confusión sobre lo que es cierto o falso, desdibujando así los límites entre un hecho y una ficción (gran trabajo de la moda de la deconstrucción y todas sus agendas globalistas).

“Olvidar cuanto fuera necesario olvidar y, no obstante, recurrir a ello, volverlo a traer a la memoria en cuanto se necesitara y luego olvidarlo de nuevo, y, sobre todo, aplicar el mismo proceso al procedimiento mismo”.

Finalmente, podemos ir cerrando esta reflexión ofreciendo una visión esperanzadora, en el marco de las posibilidades. Aunque “1984” presenta una visión muy desalentadora, y muy parecida a nuestro presente, nos invita a considerar la importancia de preservar la autonomía del pensamiento, el cuestionamiento constante y la necesidad de formar una sociedad informada y crítica. Para evitar los peligros de lo que en Orwell era un “futuro distópico”, pero para nosotros, el día a día, debemos pregonar por una comunicación abierta y la creación de espacios públicos de diálogo racional y respetuoso.

“Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común”.

No es menor el asunto que tanto masticamos en párrafos anteriores acerca de la manipulación de la historia, como se presenta en “1984” y en las políticas de Estado de muchísimas democracias occidentales, puesto que no se trata simplemente de una herramienta de regímenes totalitarios caricaturizados con modelos de Guerra Fría. Orwell nos advierte cómo el poder puede construir una realidad ficticia, eliminando la posibilidad de una verdad objetiva: eso, que en la obra es ficción, hoy es pan de cada día. Justamente por ello, es fundamental reactivar una vigilancia crítica, es decir, que los ciudadanos vayamos apagando un rato los telediarios y los reels de las redes sociales y nos amiguemos poco a poco con el pensar que permita resistir a la intención de algunos de pertenecer a un presente perpetuo, donde el pasado se reescribe según le convenga al patán de turno que le toque gobernar.

“Constituía un terrible peligro pensar mientras se estaba en un sitio público o al alcance de la telepantalla. El detalle más pequeño podía traicionarle a uno. Un tic nervioso, una inconsciente mirada de inquietud, la costumbre de hablar con uno mismo entre dientes, todo lo que revelase la necesidad de ocultar algo”.

Es importante que asumamos que, aunque las fuerzas de control sobre el pensamiento y la realidad sean poderosas, siempre existirá la posibilidad de resistir y recuperar espacios de autonomía. La obra de Orwell nos alerta, pero también nos ofrece un punto de partida para reflexionar sobre nuestra capacidad de actuar de manera libre en un mundo donde las tentaciones autoritarias siguen, y seguirán por siempre, presentes.

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