viernes 22 de noviembre de 2024

Un botiquín natural, las plantas medicinales y las comunidades que las protegen

El mistol para los catarros, la tusca como cicatrizante, el quimpe para la fiebre. El monte nativo de Santiago del Estero y Córdoba, amenazado por la deforestación y los incendios, se transforma al caminarlo junto a mujeres que conservan y multiplican los saberes medicinales de sus abuelas y abuelos. Reconocen un remedio en cada yuyo y en cada árbol. "Acá estamos los que amamos esto y queremos cuidarlo", explican.
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Crédito: Agencia Tierra Viva

* Escrito por Mariángeles Guerrero para Agencia Tierra Viva

Para cada enfermedad, una planta silvestre. Para cada dolor, un conocimiento ancestral que se enseña de generación en generación. Las bolsitas con “yuyos” se ven en ferias o en almacenes campesinos, con etiquetas que dicen sus nombres y propiedades. Jarilla, pájaro bobo, efedra, tusca, palo santo, cola de caballo, chañar. En el norte del país, los remedios crecen en los árboles o brotan desde el suelo.

En la esquina céntrica de Hipólito Yrigoyen y Pueyrredón, en Capilla del Monte (Córdoba), unas hierbas delgadas crecen a pesar del pavimento. Extienden sus hojitas, rodean una columna de cemento, decoran con sencillez el cordón de la vereda.

Alba Inés Belier, lentes oscuros y pañuelo en la cabeza para protegerse del sol, detiene su marcha, se agacha y reconoce: yerba carnicera (útil para las afecciones urinarias), cerraja (sus hojas sirven para curar heridas), ajo silvestre (tiene propiedades antibacteriales). Distingue sus aromas y bondades y sigue su camino.

Tiene 76 años y lleva adelante un emprendimiento de comercialización de plantas medicinales: Tonalba Mapu. El mismo se sostiene con lo que recolecta en el montecito que crece en su propia casa, en la vecina localidad de Charbonier. Llegó a Córdoba hace tres años desde La Violeta, un paraje rural del partido bonaerense de Pergamino.

Allí criaba conejos, gallinas e iguanas. Tenía árboles que daban frutas y huertas que no sabían de venenos. Hasta que, en un campo lindero, comenzaron las fumigaciones. Después vinieron las quemas en el Delta del Paraná y con ellas los cuadros de sinusitis y asma. Y también la angustia por los animales que morían en el fuego.

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Crédito: Agencia Tierra Viva

Pero su interés por las plantas comenzó mucho antes. Cuando era niña vivía en las islas del delta y criaba conejos. Todo lo que los animales comían, ella lo probaba: la uvita de campo, también conocido como huevito de gallo (que tiene propiedades antiinflamatorias y analgésicas), la zarzamora (anticancerígena, buena para la salud cardiovascular y para dolencias intestinales), el farolito japonés (que sirve para tratar la diabetes).

Aprendió de su mamá algunos secretos de las hierbas medicinales. A los 14 años se adentró en el mundo de los libros y las revistas temáticas. “De esos libros saqué recetas y fui identificando plantas. Algunas mi mamá las conocía o las conocíamos en casa”, recuerda.

Después estudió enfermería. “Como yo, el profesor de farmacología también se había criado en la isla. Él nos decía: ‘No crean todo lo que le dicen los médicos, porque los médicos llevan todo al negocio. La mayoría de los remedios salen de los yuyos’. Entonces pensé ‘estoy bien encaminada’”, relata. Siguió estudiando y haciendo cursos: cuanto más sabía, más sentía necesidad de defender las hierbas medicinales.

Alba menciona la lengua de vaca, las ciruelas del monte, el mistol. Un mundo diverso y desconocido para la mirada urbana, que todo lo cura con píldoras compradas en la farmacia. La lengua de vaca sirve para padecimientos estomacales, las ciruelas del monte son buenas para la anemia y el mistol, agrega, es bueno para los catarros y el ardor de garganta.

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Crédito: Agencia Tierra Viva

También recuerda que con lo que le brindaba la naturaleza sanó a su marido de la picadura de una raya en el Paraná. A simple vista, el hombre no tenía nada: solo una inflamación que ardía y picaba. Ella lo trató con crema de aloe vera, ginkgo biloba y una venda de telaraña. Hasta que logró sacarle el aguijón. “Cuando fui al médico me dijo que siga haciendo lo que estaba haciendo”, recuerda.

En 2023, el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) publicó un relevamiento sobre plantas medicinales, titulado «El botiquín del huertero». Destacan, por ejemplo, las propiedades astringentes, antisépticas, fungicidas, antiinflamatorias, cicatrizantes y de regulador menstrual de la caléndula.

Marcan el potencial de la llamada bolsa de pastor para reducir hemorragias, la acción expectorante y la propiedad de calmar picazones de la pamplina, el potencial anticatarral del llantén, los beneficios para la salud gástrica y uterina del mburucuyá y el poder astringente y cicatrizante del ceibo.

Herencia medicinal de abuelos y abuelas

La historia de Alba se repite en los restos que aún quedan del monte nativo en Argentina. Un relevamiento de Greenpeace, publicado en 2023 y con datos del eliminado Ministerio de Ambiente de la Nación, asegura que entre 1998 y 2022 la pérdida de bosques en el país fue de cerca de siete millones de hectáreas. El 75 por ciento de los desmontes se concentra en cuatro provincias del norte: Santiago del Estero, Salta, Chaco y Formosa.

Gabriela Pajón es la presidenta de la cooperativa Productores y Productoras Unidos de la Tierra en Atamisqui, en el sudoeste santiagueño. En esa zona de secano, por la falta de agua, cada vez más escasean las plantas silvestres. Pajón se dedica a la recolección de hierbas medicinales y a la producción de sus derivados para la venta. Su emprendimiento se llama Ashpa Mama («Madre Tierra», en quechua).

Tusca (antiséptica, cicatrizante); malva (antiinflamatoria, digestiva); sombra y toro (depurativo, digestivo); algarrobo blanco y negro (propiedades antibacteriales y nutricionales); quimpe (antitusivo, antifebril). Son todas plantas nativas de Santiago del Estero. Las palabras vuelan y traen imágenes de un bosque rico en hierbas curativas y de un saber específico que corre como savia entre las familias de la zona.

Atamisqui, el nombre del pueblo donde vive y trabaja Gabriela, también es el nombre de un árbol curativo de dolencias estomacales. Dicen en Santiago que, donde hay un atamisqui hay un palo azul: otra especie herbal que se usa para tratar infecciones urinarias y enfermedades renales.

Para convertir propóleo en un talco que alivia pieles sensibles o la corteza del chañar en un té para la tos, Pajón tuvo que recordar, viajar a su infancia. Traer a la memoria los té que le preparaba su abuelo cuando ella se enfermaba: el de chañar también para el dolor de garganta, por ejemplo.

También pensó en qué yuyos usaba, cuáles eran sus enseñanzas. Hoy produce jabones, cremas, talcos, caramelos y también sobrecitos de hierbas secas. Estas últimas, como el poleo salteño (aromático, digestivo), se añaden al mate o se toman como infusión.

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Crédito: Agencia Tierra Viva

“Valorar esa riqueza que se estaba perdiendo es muy importante para mí. Me lleva a mi infancia pero también sirve para hacer conocer a las personas que la medicina farmacológica nos enferma, no nos cura. Muchos farmacéuticos vienen al monte, llevan las hierbas, hacen sus medicamentos y después nos los venden a nosotros, cuando podemos ir al monte, cosecharlo y consumirlo cien por ciento natural”, reflexiona.

Junto a ella, otra productora e integrante de la cooperativa, Gabriela Juárez, explica por qué la farmacología científica enferma: “Porque te cura de una cosa, pero te enferma de otra”. Y argumenta: “A los productos les agregan tóxicos, químicos sobre los que no tenemos conocimiento. Te los venden como naturales, pero no lo son”. 

Pajón pone un ejemplo: “El caramelo que yo hago para el dolor de garganta con eucalipto, propóleo o miel y jengibre, si no lo tenés en la heladera, en dos días se deshace. En cambio, un caramelo que te venden en la farmacia lo podés tener días y hasta años y no le pasa nada. Ahí se ve la diferencia en lo que estamos consumiendo”. Las productoras observan que el consumo de las hierbas medicinales a nivel local aumentó en el último tiempo.

Lo atribuyen a las campañas y los talleres que organizaron desde la cooperativa, nucleada a su vez en la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Tierra (UTT). “Hemos visibilizado lo que es la hierba medicinal”, consideran. Diversos estudios confirmaron lo que estas mujeres dicen desde hace tiempo: el monte alimenta y también cura.

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Crédito: Agencia Tierra Viva

Por ejemplo, los trabajos publicados por las y los investigadores del Conicet Romina Torres Carro, María Inés Isla, Samanta Thomas Valdés, Felipe Jiménez Aspee, Guillermo Schmeda. Hirschmann y María Rosa Alberto estudiaron y confirmaron las propiedades antiinflamatorias de plantas nativas de la Puna argentina, publicado en 2017. Entre las hierbas investigadas figuran la tola, el pájaro bobo y la efedra.

Otro estudio, de las investigadoras Ana Ladio y Soledad Morales, confirmó un saber que circula popularmente: ”Las plantas de sabor dulce son usadas para fines digestivos, mientras que las de sabor amargo se usan como hepáticas”. Ese trabajo indagó específicamente en la relación entre las plantas medicinales y los saberes ancestrales del Pueblo Mapuche.

”Los mapuches lograron conformar una lista de plantas que les sirven para distintos fines y que son en gran medida identificadas por este tipo de características. A ello se le suma la práctica misma, que con un proceso de prueba y error fue delineando el uso de cada especie en particular, un conocimiento que luego fue y es transmitido generacionalmente, estableciendo así una forma particular de percibir y seleccionar a las plantas para sanar las principales dolencias de su vida cotidiana”, concluyeron.

Así como las mujeres aprendieron de madres, abuelas y abuelos, hoy ellas enseñan a sus hijos e hijas lo que el monte les brinda: “Lo lindo de todo esto es que arrastramos a nuestros hijos”, afirman con orgullo las productoras santiagueñas.

Pajón cuenta la emoción que sienten sus hijos cuando van al monte a buscar jarilla (que tiene propiedades antibióticas y sirve para curar la piel) y agrega con una sonrisa: «Además, saben qué comen. Cuando les duele algo, te piden un té específico porque saben para qué es cada cosa». Juárez cuenta, también, que su hijo de 11 años ya cultiva sus propios plantines medicinales.

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Crédito: Agencia Tierra Viva

Cortar, recolectar y cuidar el monte nativo

La reivindicación de las hierbas medicinales es también una reivindicación del monte nativo, de lo que él ofrece y de la necesidad de proteger su flora silvestre. Charbonier es una pequeña localidad de 235 habitantes, ubicada a 124 kilómetros al norte de Córdoba capital, en el Valle de Punilla.

Es un mediodía de primavera y Alba llega a su casa, después de hacer mandados en la vecina Capilla del Monte. Empieza a preparar la comida y va dejando maíz para los pajaritos que vienen a visitarla (y a comer), posándose sobre el algarrobo del patio trasero.

En el fondo, detrás del tejido, hay una pendiente que termina en un arroyito. Desde allí vuelan los jilgueros, las reinas moras, los benteveos, los loros y unas gordas palomas grises. “Me parece que las cotorras sufren mucho el tema del incendio, porque ahora no vienen tanto”, dice.

Los incendios a los que se refiere son las últimas grandes quemas que sufrieron las sierras cordobesas entre septiembre y octubre. Se calcula que, en ese contexto, se perdieron 80.000 hectáreas. Cuando empezó a buscar nuevos rumbos para dejar Pergamino, unas conocidas le sugirieron ir a Capilla del Monte. “Está lleno de yuyos”, le decían.

“Pero el tema no es ir a juntar yuyos; a los yuyos también hay que cuidarlos, hay que hacer que caigan las semillas para que prevalezcan”, explica Alba. La mejor época para juntar hierbas medicinales es cuando están en floración. Pero ella asegura que sólo cosecha lo justo y necesario. Si cosecha las hojas secas, deja las semillas aparte para que germinen. “No me gusta cuando hay que cortarlas”, reconoce.

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Crédito: Agencia Tierra Viva

Las mujeres que trabajan con las hierbas medicinales son conscientes del cuidado que requieren. Y entablan con ellas relaciones que trascienden lo extractivo. En Santiago del Estero abonan la tierra, cortan un tallo y dejan crecer otro. Y, como enseñan las abuelas, les hablan a las plantas. “Si no dan frutos, las reto”, dice entre risas Pajón. “Y después dan”, confirma.

Alba también relaciona el juntar frutos y hojas con el vínculo especial con la tierra. “Cuando es para alimentos, me da pena cortar las plantas. Pero cuando es para remedio, que sé que hace bien, le pido permiso a la Pachamama.”

Ella también le habla al cedrón (con atributos digestivos, sedantes y antiinflamatorios): “Mirá, m’hijo, compré tierra negra, especial para vos. Prendé”. A los algarrobos, les reclama sus vainas para hacer café y arrope de algarroba: “Este año tienen que dar bastante frutos, porque no voy a andar de loca juntando por ahí”.

Cuando se incendió el monte al comenzar la primavera, cuenta que tuvo que esconderse más de una vez para llorar por la impotencia. Quienes habitan Charbonier denuncian que los incendios fueron intencionales y que, detrás de ellos, hay intereses inmobiliarios, en desmedro del potencial nutricional y curativo del monte.

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Crédito: Agencia Tierra Viva

“Antes no había hambre, porque la gente iba al campo, donde abundaban las liebres y las perdices. Pero después exterminaron todo”, lamenta Alba. Ella considera que una forma de que el monte se valore más es dar a conocer los alimentos que otorga: la algarroba, el chañar, el mistol y las plantas que curan enfermedades.

Mientras explica, va recorriendo su montecito, mostrando sus plantas. ”Parece un arbolito de navidad cuando le da la luz de la luna”, asegura sobre la jarilla. Para la productora, hay que llevar estos productos a los centros urbanos para que más personas vean, conozcan y prueben. ”Acá estamos los que amamos esto y queremos cuidarlo. Por suerte, ahora somos muchos más”.

*Este artículo fue producido con el apoyo de la Fundación Heinrich Böll Cono Sur

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