jueves 19 de septiembre de 2024

La sociedad inseparable entre el ajuste y las prácticas represivas

Por tercera semana consecutiva, la represión de las fuerzas de seguridad del dúo Patricia Bullrich-Javier Milei copó la agenda mediática. Pero a la inevitable crudeza de la imagen, le falta el debate sobre el sentido y significado de los palos y gases (pimienta). Toda violencia es política.
Ajuste
Javier Milei y Patricia Bullrich, ejecutores de las políticas de ajuste y represión. Crédito: AFP

En tiempos en que los intentos de privatizaciones y el ajuste fiscal con carácter permanente son la obsesión de la ultraderecha que gobierna en nombre de las corporaciones, los discursos que claman por un endurecimiento penal, una baja en la edad de imputabilidad e incluso la pena de muerte, son la base conceptual para crear un supuesto consenso social que avale la represión.

Estas posturas no solo celebran el gatillo fácil y justifican la violencia policial contra militantes, sino que además exigen una mayor brutalidad en la represión de la protesta social. Al mismo tiempo, es la época de la emergencia con status oficial de los discursos negacionistas y reivindicadores de la dictadura cívico-militar.

El ajuste no significa una mera reducción en los gastos del Estado, para que el mercado asigne “sin fallas” los recursos que en algún momento derramarán sobre el conjunto de la sociedad, sino una reconfiguración de los ingresos y riquezas que no hace más que concentrar, en cada vez menos manos, los frutos de la economía.

Para eso es necesario que los que sufren el despojo, expresado en áreas esenciales del Estado como la educación, la salud y las políticas sociales, acepten mansamente ese ajuste.

Caso contrario, dada la histórica reacción de resistencia colectiva a esas políticas, son las fuerzas represivas y las políticas punitivas las que entran en acción.

No se trata de un Estado ausente, sino que se despliega con la contundencia que se ve en las calles a través de la Policía Federal, Prefectura Naval, Gendarmería Nacional y Policía de Seguridad Aeroportuaria. Ningún ajuste estructural es viable sin la represión que lo acompaña, ya que su implementación siempre conlleva la pérdida de derechos que fueron conquistados con otras luchas y que hasta están garantizados en la propia Constitución Nacional, como el derecho a la protesta.

El ajuste, signo de la época de Javier Milei

En junio del año pasado, cuando el ahora Presidente ni siquiera había ganado las PASO, la exdiputada Elisa Carrió aseguraba que «Macri quiere una alianza con Milei para hacer un ajuste brutal con represión».

No se trató de era una de las tantas profecías que la fundadora de la Coalición Cívica hacía, tal su costumbre, desde que allá por los noventa emergiera en la escena política nacional.

Este escenario represivo no es novedoso. Lo alarmante es que no se los asimile en el análisis como parte del mismo par dialéctico. No hay una cosa sin la otra: ajuste y represión son las dos caras de una misma moneda.

El tema pasa por la velocidad y la profundidad de ambas situaciones. En el caso de Patricia Bullrich, hay que recordar que su debut en el cargo de ministra de Seguridad del gobierno de Mauricio Macri fue con la directiva política de ejecutar la represión a trabajadores de la empresa avícola Cresta Roja, con la Gendarmería, en la Autopista Richieri. Era el 22 de diciembre y Bullrich mostraba que su experiencia en “seguridad” era la ideal para el momento. Con el tiempo vendrían los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, a manos de la Gendarmería y la Prefectura.

Ocho años después, luego de la tercera posición en las elecciones generales del año pasado y acuerdo mediante de Milei con Macri, Bullrich tendría su segundo round en el ministerio de Seguridad. Ahora con Protocolo incluido, con la ridícula idea de limitar las protestas al uso de las veredas, como si miles de manifestantes pudieran reunirse entre el cordón y las puertas para protestar, al estilo de manteros de la indignación.

De nuevo, pretender que la contención a la resistencia popular al ajuste es una cuestión de tránsito cortado. A otro perro con ese hueso. La represión actúa no solo como freno violento a la ocupación de las calles cuando se trata de protesta social, sino también como un factor disciplinador a las futuras acciones, a través del ejemplo del miedo.

Si salen, “se la vamos a dar”, aunque se trate de viejos septuagenarios o de pibitas gaseadas, con el agravante de responsabilizar a la mamá por llevarla a una movilización.

La Argentina de Milei se parece a un Estado colonial, con la extracción de recursos naturales como único modelo posible en la lógica del Gobierno. Para eso hace falta poca mano de obra y por supuesto mal paga. El rol impuesto por el capital financiero transnacionalizado no contempla un cierto desarrollo industrial, ni un sistema educativo y científico al servicio de ese esquema.

Por eso sobran personas, que tienen/tenemos la mala costumbre de organizar desde lo colectivo las fuerzas necesarias para canalizar las broncas y angustias que generan la injusticia. Eso se expresa en múltiples escenarios, que van desde lo digital a lo territorial, es decir la calle.

Para las redes, el ejército de trolls libertarios (etapa superior de los call centers de Marcos Peña).

Para la calle, la cana y los palos, las fuerzas de “seguridad” con las balas y los gases.

Pero el ejercicio de la historia es obstinadamente tozudo y siempre vuelve, con creatividad e inventiva, a mostrar que no está todo dicho.

“Las calles son nuestras, aunque el tiempo diga lo contrario”, cantaba Pato Fontanet desde Callejeros en “Una nueva noche fría”. La misma canción, escrita hace más de 20 años, donde los “transas se llenan los bolsillos”.

Igual que ahora, cuando los transas llegaron a ministros.

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