Era martes. Recuerdo que volvía a Buenos Aires, y como cada semana, la Panamericana estaba colapsada de autos que iban hacia todas partes. Quería escuchar “Maybe Someday” de The Cure, pero los auriculares estaban rotos.
De repente, un hombre comenzó a hablarme, como quien busca acelerar el paso del tiempo a través de conversaciones triviales con un desconocido. Me dijo que viajaba a Capital para retirar un teléfono que había enviado a arreglar. Que las cosas de ahora duran menos. Me advirtió que no comprara chucherías en la calle porque -en su mayoría- venden cosas rotas, y que si lo hago, siempre las pruebe antes de irme.
Aseguró que lo sabía de primera mano, porque su amigo vende cosas que no sirven a personas apuradas que pasean en el barrio porteño de Once. Me enseñó que lo tenía agendado como “Roberto, no anda nada”. Dijo que cada vez que lo ve, su amigo le cuenta de personas que vuelven a reclamar por cosas que no funcionan y que se las cambia por otras peores. Se rio mucho, como quien se acostumbra a la viveza humana.
Le dije que mis auriculares tampoco andaban. Casi automáticamente, me respondió: “¿No te los habrá vendido él?” Le dije que no, y siguió riéndose como un niño. Luego cambió de tema. Mencionó que en su pasado vivió en Chascomús y era verdulero, y que ahora no sabía qué otro rubro probar. Murmuró que el colectivo tardaba mucho.
De pronto, los edificios de la ciudad nos invadieron por completo. Dijo que debía bajar en Once para retirar su teléfono en un local. Le pregunté si era el mismo de su amigo, “Roberto, no anda nada”, pero me respondió que no, que este era otro muchacho que “hacía las cosas bien”. No supe bien a qué se refería. Tal vez un buen trabajo. Nada de chucherías, pensé. Me habló de tantas cosas, pero a la vez, no me dijo nada.
Su mente parecía una máquina programada para conversaciones triviales; en ningún momento se refirió a las preocupaciones inherentes a todo ser humano: no me dijo qué le angustia, qué cosas le dan miedo o felicidad. Fue como una serie de diálogos vacíos.