“La casa del río” vuelve a los escenarios porteños. Esta propuesta teatral, la primera como director y autor del reconocido actor Jorge Castaño, disfruta de su segunda temporada. Ambientada en un pintoresco pueblo ribereño argentino en 1985, la obra surge de las vivencias del autor durante el difícil periodo militar (1976-1983) y el resurgimiento democrático en su juventud.
Explora el poder de la memoria, al encarar el persistente silencio que despierta la curiosidad de las nuevas generaciones por descifrar el miedo sembrado en aquellos años oscuros. Las funciones son los domingos a las 18 en el Teatro Timbre 4 (Boedo 640, CABA).
La obra nos traslada a 1985, en una casa de verano junto a un río en Argentina, donde Olga y su hija Miriam reciben a familiares siguiendo el deseo de la abuela. La ausencia del marido, desaparecido durante la dictadura militar, aún sigue latente. Un hogar donde las tensiones y secretos afloran con la llegada de los primos.
Allí habita una triada clave de personalidades, Graciela, responsable pero con un trastorno alimenticio; Sergio, avergonzado por un interés amoroso; y Nanchi, inocente y jovial. La atmósfera festiva se ve amenazada cuando Olga se entera de la visita de sus hermanos al día siguiente.
Con esos tópicos, se desarrolla un drama cargado de secretos familiares, silencios y ruidos. La puesta realista sumerge a la platea en los años 80, tanto visual como musicalmente. Los vínculos y lo no dicho actualizan la trama, impactando al espectador.
Desde la guitarreada de una canción hasta el amasado de la pizza, se recrea con total acierto el verano del ’85 con una naturalidad palpable, evocando la tranquilidad del campo y la nostalgia de las vacaciones pasadas. Es un viaje que comienza al sentarse en la butaca, donde el tiempo parece detenerse entre risas, juegos y conversaciones familiares.
Una vivaz unión sobre el escenario
Esta simpática y atrapante obra expone de manera muy certera las alegrías y penas familiares, remarcadas por el peso del pasado en la vida cotidiana. El elenco está formado por Franco Campanela, Gustavo Ferrando, Claudia Fieg, Mateo Isetta, Antonella Jaime, Rita Nuñez, y Verónica Vergottini.
Un grupo al servicio de sus personajes, ofrecen una actuación sólida y complementaria, que emana una excelente química. Aunque aborda temáticas conocidas, la obra logra presentarlas de manera fresca y con una propuesta emotiva que cautiva al público. Destaca por sus imágenes poéticas que evocan el río, el campo y los caballos, añadiendo una capa de belleza visual a la narrativa.
La escenografía, mano de obra de Cristian Mazzeo, refleja con acierto un cuidadoso trabajo técnico y un amor evidente por la producción, creando una cocina al detalle que transporta a los espectadores al ambiente rural. Elementos de época como revistas y walkman contribuyen a ambientar la época propuesta por el guión, generando una atmósfera nostálgica y reflexiva sobre el paso del tiempo.
En cuanto a la música, la puesta es sencilla pero efectiva, con instrumentos en vivo interpretados por los propios actores que añaden ritmo y profundidad emocional a la trama. Además, el trabajo de fotografía en la preproducción agrega un toque adicional de autenticidad, capturando la esencia del elenco en un escenario natural.
Su dramaturgia es un testimonio teatral que explora la lucha interna entre la verdad y el silencio. En un momento en que la sociedad argentina reexamina su pasado, la obra cobra una relevancia particular al abordar los efectos de la última dictadura militar en el país y en las familias. Es crucial que se sigan produciendo obras que profundicen en estos temas, pues contribuyen a la reflexión y al diálogo sobre la historia reciente de Argentina.
“La Casa…”, en resumen
«La Casa del Río» destaca por su suave y hábil historia, que luce intrigante sin revelar todas sus cartas de forma directa. La obra trabaja con sutileza, desentrañando poco a poco lo no dicho en este seno familiar, mientras el espectador, como los jóvenes de la familia, siente la urgencia de descubrir la verdad.
Aunque la puesta en escena apuesta por un tono natural y sin remarcar lo dramático, podría profundizar más en los silencios y los momentos de tensión. Sin embargo, es una pieza de aquellas necesarias y poderosas, que cautivan y emocionan al espectador. Propone un final que invita a la reflexión y recuerda la importancia del arte para sanar las heridas en el camino de la vida.