Desde el origen de los tiempos, la poesía ha funcionado como un intérprete del eco de la voz colectiva de una sociedad. Los puristas y surrealistas condujeron los años felices con su imagen visionaria y sus metáforas, mientras que los poetas de la postguerra tramaron un tejido de absorción para un mundo agónico y turbulento. Así, a fines de la década del 50, y tras un largo reinado por parte de una prosa más densa y pomposa, surge en Estados Unidos la poesía confesional. Este género permite la entrada al universo poético de autores como Anne Sexton, Robert Lowell y Sylvia Plath.
El “Yo” poético
Históricamente, la figura del poeta estuvo ligada a una cierta academia o a un status que se relacionaba íntimamente con la capacidad de eludir los achaques mundanos para acceder a los recovecos más inexplorados de la experiencia humana. La literatura y su ejercicio no solían ser un bien común, sino que su acceso siempre estuvo mediado por el privilegio y la clase social, dando como resultado composiciones que abordaban temas complejos con palabras tupidas y exigentes.
Sin embargo, a mitad del siglo XX la corriente vira hacia nuevas aguas y, lentamente, por medio de las líneas y las rimas, comienza a emerger la subjetividad y el “yo” poético. Esta bestia de pies pesados y tono brusco arrastra hacia la orilla los cuerpos despedazados de sus practicantes, los expone a flor de piel y hurga en sus emociones más profundas con el fin de satisfacer la pulsión del arte y el descargo, funcionando casi como una válvula de escape.
En términos de Roland Barthes, semiólogo francés, la literatura objetiva debe resistir la “tentación del adjetivo”, en tanto que la subjetiva viene a restituir ese derecho. Todo en la poesía subjetiva tiene que ver con el volumen y las dimensiones, la espesura, la continuidad, la sinestesia, la experiencia visceral e insólita.
La poesía confesional se mueve hacia abajo, desciende en el núcleo de su huésped y, según Barthes, encarna al sujeto, lo inviste con sus atributos para despojarlo de su cuasi anonimato y construir la “mitología personal y secreta del autor”. En esta búsqueda es que nos topamos de lleno con temas como el suicidio, la infidelidad, la nostalgia, la violencia, las adicciones, entre otros.
Sylvia Plath y el repicar de la campana de cristal
Al hablar de poesía confesional, una de las personalidades mejor delineadas por el género es la de Sylvia Plath. Nacida el 27 de octubre de 1932 en Boston, Massachusetts, Plath estudió en el Smith College y, tras obtener una beca, se trasladó a Cambridge para asistir al Newnham College, donde, posteriormente, conoció a su esposo, Ted Hughes. A los 8 años escribió su primer poema y durante toda su vida exhibió una constante puja por la perfección y el éxito, sobre todo en el ámbito académico.
Plath mantenía una relación frágil con su madre, lo cual se trasladó a la autopercepción de su feminidad. En alguna ocasión escribió: “Mi gran tragedia es haber nacido mujer”. En su novela autobiográfica, La campana de cristal, Sylvia relató el primero de los múltiples intentos de quitarse la vida, a través de la composición de un alter ego llamado Esther Greenwood. La obra, narrada con una perspectiva cínica y desde un estado de desilusión ante el mundo, funciona como una malla de contención para la desnudez que la autora siempre codificó en su trabajo.
A lo largo y a lo ancho, su estilo examina y encara sus obsesiones y fobias desde flancos ficticios y crudos. Tanto en sus poemas, recopilados en El Coloso, como en sus obras, Ariel y La campana de cristal, se puede apreciar el sumo respeto que Plath tiene por su proceso interno, cómo lo deja ser sin miedo a la catástrofe o la obscenidad.
Es gracias a este asesinato de todo filtro que su impronta trasciende su experiencia personal, haciendo que quien se tope con su obra pueda confeccionar un retrato individual y emprender el registro de sus propias reflexiones. Se cree que la incapacidad de su marido de honrar su unión civil y la prematura muerte de su padre fueron detonantes claves en la salud mental de la poeta, quien logró sellar su final el 11 de febrero de 1963 en un departamento de Londres, Reino Unido, tras asfixiarse con gas de manera intencional.
Una vez más, un desenlace oscuro para una mente brillante que padeció con creces los destellos de su propia lucidez, no sin antes dejar tras de sí la irreverencia y la valentía para invitar a decir lo que se quiere decir, y sobre todo aquello que se necesita.