En 1998, Rodolfo Fogwill publicaba una novela que podía representar su tiempo de una manera difícil de encontrar tan próxima. Vivir afuera narró lo que los noventa, con su violencia y crudeza, todavía estaban siendo. Porque el oficio del escritor es el de quien más que saber decir sabe escuchar.
Vivir afuera
En unas horas, seis personas transitan sus vidas en los intersticios de Buenos Aires. Wolff, un intelectual que vive de negocios ilegales, egresado del Liceo Militar; Pichi, un ex combatiente de Malvinas que construye una vida en la delincuencia; Susi, su novia “negrita” y “siervita”. También Saúl, un médico judío que vuelto de una vida de prestigio académico en Boston elige Argentina, su hospital público, sus pacientes moribundos y la investigación sobre el sida. Su novia, una muchacha de una clase media alta. Y, por último, Mariana, una prostituta cocainómana y posible enferma de sida que une mundos tanto como los destruye.
Desplazados de una centralidad y una normalidad, por elección o sus circunstancias, viven sus vidas menores. No hay grandes hazañas por perseguir, si bien hay grandes peligros, pero todo sucede en la aceptación de una realidad rota.
Pero hay algo que subyace en todo momento: el estar dialogando con el resto. Todes quieren comprenderse, hacerse ideas sobre les otres, saber cuáles son sus orígenes y sus deseos. Y todes tienen la certeza de que algo importante se juega en esas palabras. Vivir afuera no es más que la historia de cómo las vidas se nutren de la escucha y cómo los cuerpos se expulsan a la vez que se atraen.
La escritura para la escucha
En los últimos años, muchas cosas fueron dichas en nombre del lenguaje, en particular desde espacios de discusión política. Que lo que no se nombra no existe, que decir es hacer, que unas cosas no deben decirse… Terminantes formas de exigirse unos modos que trajeron sus posteriores complicaciones.
Los nombres se volvieron rótulos, los límites se establecieron y con ellos sus censuras. Un exceso de regulaciones sobre lo que se podía o debía poner en palabras decantó por anular la conversación misma.
Creímos que se jugaba más en el lenguaje-hace-la-cosa –y, por lo tanto, si se dice lo bueno, lo bueno será–, que en la escucha de lo que se dice.
En su momento Fogwill encontró la manera de escuchar. Porque si la escritura algo tiene de valioso es el arte de decir el mundo a través de sí mismo, y de acopiar sus voces, en las palabras de Mauricio Kartun.
Fogwill entendió que la manera de decir más genuina y más real no era desde el punitivismo sino desde el oír decir, sin moralizaciones. Entendió que en nuestro decir está el de les otres, que tarea legítima era traducir un idioma ajeno, al que luego pensamos y nombramos en nuestros términos. Por eso la novela explica, una y otra vez, las expresiones de sus personajes.
Fogwill supo como pocos que escuchar es el arte, es la sensibilidad de percibir tanto lo raro como lo común. Por eso Vivir afuera es el entendimiento de que el mundo se sostiene con las palabras de todes.
Qué hacer con las palabras
En los días posteriores al ascenso de la ultraderecha al poder y sus discursos fascistas, las redes sociales se volvieron espacio de repliegue. Miles de usuarios “de este lado” decidieron eliminar sus cuentas o añadirle privacidad a sus tuits, ante la incertidumbre del nivel de persecución que podría acarrear. Qué hacer con lo que se dijo, dónde guardarlo, ocultarlo, hasta que no sea un peligro.
En tiempos similares, de un acecho de la vigilancia y el control, los personajes de Vivir afuera pudieron encontrar en los bordes su tranquilidad.
Hay siempre quienes traccionan desde los márgenes revoluciones silenciosas. Hay quienes son devueltos allí en momentos como los actuales, donde la sensación de un fin de fiesta trae la certeza de que nunca hubo tal normalizarse, que solo fue una quimera que ahora se desvanece.
La pregunta es siempre por quienes no pueden taparse. Por cuerpos tan visiblemente otros que no tienen lugar donde guardarse. Aquí la cuestión ni siquiera es si deberían o no hacerlo.
Y también la vigilancia en estos tiempos nos viene a confirmar que todos somos en un punto abyectos, en el decir de Judith Butler (1993). Que todos tenemos nuestros desvíos de un centro que nunca se termina de establecer.
En la novela de Fogwill, este exilio es elegido como un derecho y refugio, como recupera Judith Filc de Giorgio Agamben, en “Textos y fronteras urbanas: palabra e identidad en la Buenos Aires contemporánea”. Todos coquetean con sus pudriciones, se regocijan en la idea de estar experimentando una existencia rota.
Por uno u otro lado, eligieron que sus realidades se corran a los márgenes oscuros que los vuelven protagonistas. No por buscar una excepcionalidad, porque en los noventa todos sufren y se descomponen, sino porque saben que es en ese afuera donde se puede dialogar, conocer la verdadera materia de las cosas.
Este espacio roto es el único lugar donde pueden estar porque es el que quizás nos corresponde más a todes. “En el mundo del bien no se puede pensar, porque ya se nos fue lejos de nuestro alcance”, vaticina en su cierre la novela. Hay un repliegue necesario, si bien no eterno, para escucharse. Quizás también ahora se trate de encontrar este vivir afuera en los adentros, para decidir qué nos toca hacer hoy y poder pensarnos una nueva forma.