Narrar la cárcel: entre el show y la crítica

Aunque el encierro es un espacio narrativo recurrente en el cine y la televisión argentinos, su representación está lejos de ser neutra. Entre el espectáculo de la violencia y las miradas críticas sobre el castigo, las ficciones configuran imaginarios que refuerzan o interpelan las formas contemporáneas del control social.
Narrar la carcel
En la narrativa audiovisual argentina, los espacios cerrados no solo delimitan la acción: también condensan tensiones sociales, jerarquías de poder y disputas de género. El modo en que estos encierros se retratan está lejos de ser inocente. Crédito: Nota al Pie.

La cárcel es uno de los escenarios más recurrentes —y a la vez más estables— del imaginario audiovisual. Su potencia como espacio narrativo reside en la condensación de tensiones: encierro y control; violencia y redención; justicia y castigo. Pero filmar una cárcel no es un acto neutro. Elegir qué mostrar, desde dónde mirar y a quién darle voz, implica tomar una posición frente a un dispositivo estatal que produce, organiza y reproduce desigualdades.

En el cine y la televisión argentinos, las representaciones del encierro responden a diferentes lógicas estéticas, políticas y de época. Algunas ficciones abordan la cárcel como un mundo cerrado, regido por sus propias reglas, mientras otras la presentan como síntoma de un orden social más amplio. Las narrativas dominantes, sin embargo, tienden a naturalizar ciertas figuras —el varón joven, pobre y violento— y a excluir otras experiencias del castigo: mujeres, personas trans, identidades disidentes, migrantes.

Estas representaciones revelan no sólo cómo se imagina la cárcel, sino también qué se dice —y qué se omite— sobre justicia, castigo y control social. A través de ficciones, documentales y producciones televisivas, el cine y la televisión construyen sentidos sobre el encierro, donde las categorías de género, clase y sexualidad definen tanto lo que aparece en pantalla como aquello que permanece fuera de campo. ¿Qué cárceles vemos? ¿Qué imaginarios habilitan o clausuran esas representaciones?

Más que enumerar títulos, importa analizar cómo se representan el encierro y el castigo en el campo audiovisual, qué discursos se sostienen y qué márgenes existen para construir miradas críticas sobre uno de los dispositivos más opacos —y naturalizados— del Estado contemporáneo.

La cárcel como escenario de poder

Las primeras representaciones audiovisuales de la cárcel en Argentina tienden a consolidar una imagen funcional del encierro: la prisión aparece como el lugar donde se cumple una sanción y se restaura un orden social alterado. En estas narrativas, el dispositivo carcelario no se problematiza: se lo presenta como un espacio legítimo, necesario y operativo dentro del sistema jurídico. El preso, a su vez, es mostrado como una figura desvinculada de su contexto social, reducida a la culpa individual.

Películas como Prontuario (Hernán Garrido, 1969), marcan el inicio de una transición en ese paradigma. Aunque mantiene una estructura narrativa clásica, el film comienza a desplazar la atención desde el delito hacia las condiciones del encierro, mostrando el deterioro psicológico del personaje principal y la violencia estructural dentro del penal. Sin embargo, su tratamiento sigue centrado en figuras masculinas atravesadas por códigos de honor, venganza y redención, sin problematizar el sistema penitenciario en términos amplios.

La prisión, en estos relatos, es un escenario de relaciones de poder entre hombres. No hay mujeres presas, ni figuras del Estado representadas más allá del personal carcelario, ni menciones explícitas al sistema judicial o a las desigualdades sociales que determinan quién entra o no en una celda. El foco está puesto en la experiencia individual del encierro como destino trágico o moralizante, antes que como síntoma de una organización social.

Visualmente, estos filmes suelen utilizar una estética austera, con predominancia de planos cerrados, sombras marcadas y ambientaciones despojadas. La cárcel aparece como espacio cerrado, oscuro y hostil, pero no como construcción política. La mirada es aún externa: la prisión como escenario, no como estructura.

Este tipo de representación, aún presente en parte del cine policial y televisivo, sienta las bases para un tratamiento más complejo que comenzará a consolidarse con el cine posterior a la dictadura, cuando el encierro empieza a leerse también como extensión del aparato represivo del Estado y no solo como consecuencia del delito.

Narrar la carcel
En Crónica de una fuga, la cárcel se convierte en metáfora del aparato represivo estatal. El encierro ya no es castigo legal, sino práctica de anulación ideológica. Crédito: IMDB.

La posdictadura y la cárcel como herencia del terrorismo de Estado

Con la recuperación democrática, el cine argentino comenzó a reelaborar las experiencias del encierro desde una perspectiva política. La cárcel dejó de ser solo el castigo legal del delito para ser leída como extensión o correlato del aparato represivo estatal. En este contexto, algunas películas representaron espacios de detención ilegal durante la última dictadura cívico-militar (1976-1983) como formas extremas de encierro, donde el sistema penitenciario formal era suplantado por un sistema clandestino orientado a la anulación del enemigo político.

Crónica de una fuga (Adrián Caetano, 2006) es uno de los ejemplos más claros de este desplazamiento. Basada en un caso real, la película reconstruye el secuestro y cautiverio de Claudio Tamburrini en la mansión Seré, un centro clandestino de detención. Si bien no se trata de una cárcel formal, el film trabaja el encierro desde el punto de vista del control absoluto sobre los cuerpos, el aislamiento extremo y la pérdida de identidad, elementos comunes al dispositivo carcelario.

La puesta en escena busca generar una experiencia inmersiva del encierro. La cámara en mano, el uso de planos cerrados, la iluminación tenue y la repetición de rutinas refuerzan una sensación de claustrofobia constante. No hay exterior posible: la prisión no tiene salida ni horizonte. El cuerpo del detenido es fragmentado, humillado, anulado. La vigilancia es permanente, pero informal; no hay una arquitectura carcelaria tradicional, sino una casa convertida en prisión. Esto subraya la idea de que la lógica del encierro puede activarse en cualquier parte cuando el poder prescinde de la ley.

La figura del preso político reemplaza al criminal: el motivo del encierro no es el delito, sino la ideología. En este sentido, Crónica de una fuga reconfigura el relato carcelario al desplazar la culpa hacia el Estado. El encierro ya no se inscribe en una narrativa de redención individual, sino de supervivencia frente a un sistema ilegal. El castigo pierde legitimidad.

A diferencia de relatos anteriores, aquí el encierro no es estático: el final del film implica una fuga real y simbólica. La escapatoria funciona como afirmación de la voluntad, pero también como denuncia del carácter ilegítimo de la detención. El penal clandestino no busca corregir: busca desaparecer.

Desde una perspectiva histórica, esta representación conecta el sistema penitenciario con la violencia institucional. La cárcel ya no aparece como una anomalía, sino como parte de un aparato más amplio de control social. Este giro será clave para lecturas posteriores del encierro, que incorporarán también dimensiones de clase, género y exclusión sistemática.

Narrar la carcel Leonera
Leonera desplaza la mirada: la prisión como espacio de control sobre los cuerpos femeninos y maternidades vigiladas. Un relato donde el conflicto es entre subjetividad y sistema. Crédito: IMDB.

Género y maternidad en la cárcel: el caso de Leonera

Con Leonera (Pablo Trapero, 2008), el cine argentino incorpora de manera explícita la experiencia del encierro desde una perspectiva de género. La película se centra en Julia, una joven que ingresa al sistema penitenciario acusada de un crimen violento y que atraviesa el embarazo, el parto y la crianza de su hijo dentro de la cárcel. A diferencia de otros relatos carcelarios dominados por cuerpos masculinos, esta obra cinematográfica coloca el foco en la corporalidad femenina, en los vínculos afectivos y en la violencia institucional específica que recae sobre las mujeres presas.

La prisión aparece como un espacio de contención física, pero también como un entorno hostil para los vínculos y el deseo. Julia no solo es privada de libertad, sino también de intimidad, de contacto físico real, de la posibilidad de ejercer su maternidad fuera del control estatal. La tensión entre el instinto de protección materna y la lógica institucional recorre toda la película. La cámara, cercana al cuerpo de la protagonista, insiste en los efectos del encierro sobre la gestación, el parto, la lactancia y el vínculo madre-hijo, revelando cómo el sistema penitenciario reproduce modelos de disciplinamiento también sobre los cuerpos femeninos.

El film desplaza la narrativa clásica del castigo y la redención masculina para construir una experiencia carcelaria que no se define por la culpa, sino por el intento de preservar una forma mínima de autonomía afectiva dentro de un régimen de control. No hay énfasis en el delito cometido, ni búsqueda de justicia moral: la prisión es un hecho consumado que reordena la vida de Julia. El conflicto no es entre criminales, sino entre subjetividad y sistema.

Leonera plantea también una crítica a la forma en que el sistema judicial y penitenciario trata a las madres presas. Las figuras de autoridad –jueces, asistentes sociales, médicos, guardias– aparecen como voces impersonales que deciden sobre la vida de Julia y de su hijo, sin reparar en el vínculo humano que los une. En este punto, la película dialoga con discursos feministas que denuncian la intersección entre violencia institucional y exclusión de género en contextos de encierro.

Desde el punto de vista estético, Trapero utiliza una puesta en escena contenida, con paletas frías, encuadres cerrados y largos silencios. La prisión no es espacio de espectacularización, sino de espera y resistencia. El ritmo pausado y la progresiva transformación de Julia refuerzan la idea de una subjetividad que, aun en el encierro, se reconfigura.

Leonera abre una vía poco transitada en el cine argentino: la representación de mujeres encarceladas sin espectacularización ni romantización. A diferencia de los relatos centrados en la violencia masculina, propone una lectura del encierro atravesada por la maternidad, la vulnerabilidad y la capacidad de agencia en condiciones de control absoluto.

NARRAR LA CARCEL
El marginal extrema la espectacularización del encierro. Entre estereotipos de violencia y cuerpos disciplinados, la cárcel se muestra como ecosistema criminal cerrado sobre sí mismo. Crédito: IMDB.

El marginal y la espectacularización del encierro

La serie El marginal (Sebastián Ortega, 2016) constituye uno de los fenómenos audiovisuales más relevantes del último tiempo en relación con la representación carcelaria. Con una estructura de thriller criminal, personajes arquetípicos y una puesta en escena cargada de violencia física y simbólica, construye una visión del encierro anclada en la espectacularización. Sin embargo, ese espectáculo no excluye una dimensión crítica: la serie funciona a la vez como ficción de acción y como alegoría del colapso del sistema penitenciario y estatal.

La narrativa de El marginal recupera y actualiza muchas de las coordenadas estéticas y temáticas ya presentes en Tumberos (Adrián Caetano, 2002), una de las primeras ficciones televisivas argentinas centradas en el mundo carcelario. Emitida en Canal 13 en horario central, este programa marcó un antecedente clave en la incorporación del universo penitenciario al relato ficcional.

Ambas series construyen la prisión como un micromundo donde rige la ley del más fuerte y donde el encierro reproduce, antes que interrumpir, el circuito del crimen. El penal aparece como un espacio autónomo, regido por jerarquías paralelas, liderazgos carismáticos y una lógica de violencia constante, con una fuerte presencia de prácticas mafiosas, territoriales y étnicas.

La cárcel de San Onofre, escenario central de El marginal, está gestionada de hecho por los propios presos, mientras que las instituciones estatales –guardias, jueces, funcionarios– son presentadas como corruptas, cómplices o ausentes. Esta representación extrema tiene un doble efecto: estetiza la violencia a través de escenas reiteradas de torturas, enfrentamientos y asesinatos, pero al mismo tiempo expone el vaciamiento institucional y la lógica de exclusión estructural que define a la cárcel como un territorio sin derechos. El encierro ya no aparece como castigo tras un juicio justo, sino como un dispositivo autónomo de castigo constante.

En cuanto al lenguaje audiovisual, ambas producciones comparten una apuesta por el ritmo frenético, con cámara en mano, cortes rápidos, montaje expresivo y escenografías claustrofóbicas. La estilización del caos refuerza una experiencia sensorial de asfixia y amenaza, pero también contribuye a construir una cárcel-espectáculo que responde más a las exigencias del entretenimiento que a una mirada institucional o jurídica. La prisión es escenario de excesos, más que de procesos.

Tumberos y El marginal también coinciden en su construcción del cuerpo como soporte del castigo y de la violencia. La sexualidad –particularmente la no normativa– es reducida a estereotipos: en Tumberos, el personaje trans es objeto de burla y humillación; en El marginal, los momentos de homoerotismo o afecto entre varones suelen ser marginales o funcionales a la trama del poder. Sin embargo, El marginal introduce ciertos elementos de ruptura: personajes queer, mujeres que ejercen el poder dentro del penal, vínculos afectivos que desafían la lógica del dominio. Aunque no siempre estos elementos alcanzan densidad narrativa, funcionan como indicios de desplazamientos posibles.

Ambas ficciones se insertan en contextos sociales distintos: Tumberos emerge en plena crisis institucional post-2001, canalizando la desconfianza hacia las fuerzas de seguridad y el poder judicial; El marginal, en cambio, se estrena en un momento de recrudecimiento del discurso punitivista y de expansión del sistema penal. No obstante, en ambos casos, la cárcel es representada como síntoma de un Estado fallido, más que como herramienta de justicia.

Finalmente, el éxito de El marginal en la cultura pop obliga a pensar su ambigüedad: ¿refuerza una visión punitivista o visibiliza el fracaso del sistema carcelario? ¿Funciona como denuncia o como entretenimiento? La respuesta probablemente no sea única. En esa tensión entre alegoría y espectáculo, entre crítica y reiteración, se inscribe buena parte de la representación contemporánea del encierro en la ficción televisiva argentina.

NARRAR LA CARCEL
La prisión como extremo geográfico y simbólico: frontera del control estatal, espacio donde se tensan castigo, aislamiento y orden. ¿Qué cuerpos llegan hasta ahí?

Cárcel, género y política: nuevas narrativas posibles

Las formas audiovisuales de representar el encierro se diversificaron tímidamente en la última década, en especial desde el terreno documental. Aunque las ficciones siguen ancladas mayoritariamente en relatos masculinos y heteronormados, algunas producciones recientes comenzaron a problematizar el sistema penal desde el cruce entre género, memoria y disidencia.

Un ejemplo significativo es La cárcel del fin del mundo (Lucía Vassallo, 2021), donde la directora articula el dispositivo documental con una reflexión sobre el encierro como forma histórica de represión en la Patagonia. El film recupera la historia del presidio de Ushuaia, convertido en museo, y la yuxtapone con memorias del exilio sexual, de la dictadura y de los mecanismos de exclusión hacia corporalidades no normativas. La cárcel, aquí, no es solo una institución, sino un dispositivo que regula cuerpos, memorias y deseos.

Este tipo de propuestas —aunque aisladas— introducen preguntas necesarias sobre la función social del sistema penal. Las escasas presencias trans o disidentes sexuales en las ficciones contrastan con un leve crecimiento de voces en el documental, donde comienzan a emerger relatos desde y sobre las disidencias privadas de libertad. Sin embargo, estos discursos aún no lograron instalarse con fuerza en el campo audiovisual argentino.

En este contexto, Netflix anunció el próximo estreno de En el barro, un spin-off de El marginal protagonizado por mujeres. Si bien se inscribe en la lógica de la franquicia, el proyecto introduce un posible desplazamiento del foco narrativo hacia otras corporalidades y conflictos, aunque aún resta ver cómo se abordarán las tensiones de género en la prisión y si se continuará replicando una mirada masculina del encierro o si, por el contrario, se abrirá espacio a otras formas de representación.

El sistema carcelario, como institución de control social, reproduce jerarquías que exceden la legalidad: género, orientación sexual, clase y raza operan como criterios informales de organización de la violencia. En este sentido, las corporalidades trans y otras disidencias no solo son criminalizadas con mayor frecuencia, sino que enfrentan condiciones de encierro especialmente crueles, muchas veces fuera de toda norma jurídica. La omisión de estas realidades en la ficción no es inocente: responde a una matriz de representación que sigue privilegiando al varón cis como sujeto del drama carcelario.

Pensar nuevas narrativas posibles implica disputar esa centralidad, no solo incorporando otros cuerpos y experiencias, sino también desarmando los esquemas que convierten al encierro en espectáculo. El reto no es solamente sumar personajes o subtramas, sino modificar el lugar desde donde se narra: quién mira, quién habla, quién sobrevive.

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