El fenómeno escénico argentino que conquistó escenarios en más de 30 países, “Un poyo rojo”, regresó a la cartelera porteña desde el pasado 14 de enero. Esta obra, que mezcla danza, deporte y sexualidad, es un viaje físico y emocional que desafía los límites del lenguaje corporal e invita a la platea a reírse de sí mismos, mientras explora la complejidad de las relaciones humanas. Las funciones son los martes y miércoles a las 20, en el Teatro Metropolitan, ubicado en Avenida Corrientes 1343, CABA.
La obra no sigue una trama convencional. En su lugar, presenta una serie de escenas que exploran la relación entre dos hombres en un gimnasio. No es teatro, no es danza, no es stand-up. Es una provocación envuelta en sudor y adrenalina. Vestidos con ropa deportiva y rodeados de lockers, los personajes interactúan a través del movimiento, oscilando entre la seducción, el desinterés, la amistad y el amor. La falta de palabras permite que cada espectador interprete la obra a su manera, lo que puede ser tanto una virtud como un defecto.
Los orígenes de “Un poyo rojo”
La obra nació en 2008 como un número de varieté en el Centro Cultural Laboratorio de Buenos Aires. Sus creadores, Luciano Rosso y Nicolás Poggi, buscaban explorar las relaciones entre dos hombres a través del movimiento, combinando técnicas de danza contemporánea y teatro físico. Con el tiempo, la obra evolucionó y se convirtió en un fenómeno global, gracias, en parte, a la dirección de Hermes Gaido y la incorporación de Alfonso Barón.
Dirección y técnica, poesía en movimiento
Gaido dirige una coreografía que es más quirúrgica que un bisturí. Cada movimiento es un insulto a la rigidez escénica, cada salto un grito contra la normalidad. Los bailarines no interpretan, se desintegran y recomponen en un baile que es mitad lucha, mitad caricia.
La música interrumpe como un susurro de radio mal sintonizada. El silencio se vuelve más ruidoso que cualquier diálogo. Y los cuerpos… los cuerpos son el verdadero guion, escribiendo con cada golpe, con cada rozamiento, una narrativa que va más allá de lo verbal.
Alfonso Barón y Luciano Rosso son, sin dudas, los pilares de la obra. Su química en escena es palpable, y su habilidad para transmitir emociones a través del movimiento es impresionante. Sin embargo, su actuación, aunque técnicamente impecable, a veces se siente más enfocada en la ejecución física que en la conexión emocional con el público.
La escenografía es minimalista, con lockers y una radio que emite sonidos y palabras de manera aleatoria. Este enfoque permite que el movimiento de los actores sea el centro de atención, pero también puede resultar monótono para aquellos que buscan una experiencia teatral más tradicional.
Reflexión final, más allá del escenario
“Un poyo rojo” no es una obra de teatro. Es un espejo sucio donde nos miramos y nos reímos de nuestra propia incomodidad. Su enfoque en el lenguaje corporal y su falta de narrativa explícita la convierten en una experiencia única, pero también en una obra que puede resultar divisiva.
Por un lado, su éxito internacional y su impacto visual son innegables. La obra logró conectar con audiencias de todo el mundo, demostrando que el teatro físico puede ser tan poderoso como cualquier otra forma de expresión artística. Es la demostración de que el arte verdadero no necesita palabras para gritar; solo necesita dos tipos dispuestos a desnudarse más allá de lo físico.
En un país donde la masculinidad se construye a golpes de machismo, esta obra es un puñetazo de honestidad. Un recordatorio de que lo más revolucionario que podemos hacer es mirarnos sin filtros, sin máscaras, sin miedo. Y así, entre saltos, miradas y silencios, esta propuesta sigue siendo ese grito que incomoda, que provoca, que nos obliga a voltear y preguntarnos: ¿realmente sabemos algo sobre nosotros mismos?