El inicio de la comercialización de los servicios satelitales de Starlink en Argentina promete revolucionar las comunicaciones y la conectividad. Según sus proveedores, esta evolución tecnológica facilitará una mayor eficiencia y productividad en algunos sectores. Sin embargo, esta mejora en la conectividad viene acompañada por la creciente presencia de dispositivos en la vida social que se han convertido en vigilantes omnipresentes de las empresas de información. Estos dispositivos inteligentes están en constante comunicación, recolectando y transmitiendo datos de las personas, lo que alimenta un nuevo fenómeno de imperialismo digital.
En su obra Vigilar y castigar, escrita en 1975, el sociólogo Michel Foucault proponía el panóptico como un rasgo distintivo que modela la organización de la humanidad, compuesto por tres elementos fundamentales: vigilancia, control y corrección. Este dispositivo de poder contaba con la visión de un custodio del orden que observaba a los reclusos, mientras que éstos no podían hacer lo mismo y nunca sabían en qué momento eran observados. Como una evolución del mismo hacia una vigilancia aún más ubicua, surge el panspectrum, desarrollado por la profesora de la Universidad de Texas, Sandra Braman, desafiando las limitaciones temporales y espaciales. Hoy en día, podemos ver cómo estas dinámicas del panóptico se replican y amplifican a escala global a través de la digitalización de las sociedades.
Los datos, desde el historial de búsqueda hasta los movimientos bancarios, alimentan la práctica de la dataveillance, que implica el monitoreo y análisis de datos. Esta nueva forma de panóptico trasciende las fronteras físicas. El internet y las redes sociales han creado una nueva forma de vigilancia y control, donde los gobiernos y las entidades privadas pueden monitorear e influir en las actividades cotidianas de las personas.
Las naciones imperialistas comenzaron hace mucho a emplear tecnologías avanzadas y sistemas de inteligencia para controlar a las poblaciones y recursos de las regiones que dominan. Hay una línea difusa entre la comunicación y la seguridad y la vigilancia en una nueva época donde el espacio se volvió un escenario estratégico de confrontaciones geopolíticas. Elon Musk, dueño de Starlink pero también de SpaceX, firmó un acuerdo de 1.800 millones de dólares con el gobierno estadounidense y prometió transformar la capacidad de vigilancia del país norteamericano. Con más de 5.500 satélites Starlink ya en órbita, el proyecto bajo el nombre Starshield contempla que un grupo de estos satélites opere bajo el control exclusivo del Departamento de Defensa de EE. UU.
Las grandes empresas tecnológicas tienen el poder de imponer sus términos y condiciones, bloqueando o limitando servicios a aquellos que no se alinean con sus intereses o políticas. Esto podría traducirse en el control de acceso a internet, la gestión de contenidos y la vigilancia de las comunicaciones. Este riesgo se ve exacerbado por la falta de control nacional sobre estos datos, lo que puede facilitar el espionaje y la vigilancia masiva. Por ejemplo, durante el conflicto de Ucrania con Rusia, SpaceX restringió el uso de sus terminales satelitales Starlink a las fuerzas ucranianas e impuso la revocación del acceso específicamente en la región de Crimea. Este episodio destaca las complejas implicaciones geopolíticas que acompañan la creciente influencia de las corporaciones tecnológicas en los asuntos internacionales. La intervención de Musk revela la delgada línea que estas empresas caminan entre el apoyo tecnológico y la participación activa en conflictos globales. El control de la conectividad también puede ser un arma de poder y diplomacia, con decisiones empresariales que resuenan en los escenarios más tensos del mundo.
La vigilancia no es meramente física, sino también económica y cultural, buscando mantener un ojo omnipresente sobre las sociedades subyugadas. Esta estructura de poder garantiza la hegemonía de las potencias tecnológicas sobre los territorios y pueblos conectados. La llegada de Starlink a Argentina es un ejemplo claro de cómo estas dinámicas se manifiestan en el siglo XXI. Al ofrecer servicios de internet satelital, no solo brindan conectividad, sino que también pueden influir en la infraestructura digital y la soberanía tecnológica de los países receptores. Mientras promete mejorar la conectividad en áreas remotas, también introduce una nueva forma de dependencia tecnológica de una corporación extranjera, que puede influir en el flujo de información y en la privacidad de los datos.
En su libro La producción de tecnología autónoma o transnacional, el físico y tecnólogo argentino Jorge Sábato explora las implicancias de lo que él llama la “importación ciega” de tecnología. Allí, argumenta que la tecnología no es neutral, sino que transmite los valores y relaciones de producción de la sociedad de origen. Esta importación sin criterios claros puede resultar en una concentración de poder económico y político en los países exportadores, así como en una alienación social y cultural en los países importadores, al reproducir los valores extranjeros.
En el último Hot Sale 2024, la antena de Starlink quedó como uno de los productos más vendidos (medido por facturación) en Mercado Libre, un dispositivo que estaba en oferta con un costo de $399.999. Es interesante preguntarnos por el rumbo de la autonomía tecnológica de Argentina. Atrás quedó el país que buscaba construir soberanía y que rechazaba las políticas imperialistas que tanto daño causaron. Hoy, el nuevo panóptico toca la puerta de la mano de empresarios que disfrazan de buena voluntad su apetito por la destrucción. Y pareciera que la sociedad le está abriendo esa puerta.