La selva argentina encierra dentro de sí múltiples misterios, peligros e historias. Un territorio inhóspito y desconocido, donde la imaginación hace todo tipo de acrobacias para evitar perder la razón, o donde la prudencia se quiebra hasta no tener otra opción más que aferrarse a la locura. Como si fuera un canal de expresión para esta energía tan particular, Horacio Quiroga, cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo, construye una mitología alrededor de estos escenarios y traslada, así como también exporta, temores y realidades de la gallarda civilización a la rústica barbarie.
¿Quién fue Horacio Quiroga?
Nacido el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay. Desde muy joven, la vida de Horacio Silvestre Quiroga Forteza llevó el sello de la desgracia y su infancia quedó marcada por una figura que lo revisitaría a lo largo de su camino en este plano, y la cual plasmó una y otra vez en sus cuentos: el suicidio. Tras presenciar junto a su madre cómo una escopeta se llevaba a su padre y, años más tarde, a su padrastro, Horacio creció buscando consuelo en la literatura y comenzó a forjar un estilo que, luego, lograría transmutar en impronta.
Su primer encuentro con la selva misionera se dio a través del lente de su cámara cuando acompañó al escritor Leopoldo Lugones a documentar las ruinas jesuíticas. Se dice que fue amor a primera vista e, innegablemente, aquel territorio inexplorado y, en ocasiones, inaccesible se volvió el refugio que siempre había soñado. Allí vivió luego de su expedición fallida a París, junto a su primera esposa Ana María Cires y madre de sus dos primeros hijos. Sin embargo, el velo de la calamidad volvería a descender sobre sus planes y Ana María partió de este mundo tras envenenarse con un químico fotográfico.
Quizá para ahuyentar los espíritus de la mala fortuna, dejó el monte atrás y se trasladó a Buenos Aires. Durante aquel período, escribió múltiples cuentos que publicó en prestigiosas revistas y diarios, así como también trabajó en el Consulado y en la Embajada de Brasil.
Cansado de la rutina en la urbe, regresó a Misiones para dedicarse a la floricultura. En medio hubo varios idas y vueltas entre la provincia que extiende su brazo hacia el Paraguay y la capital del país. Finalmente, se estableció en la selva con su segunda esposa María Elena Bravo y la hija fruto de la relación. Sin embargo, la muerte asestaría su golpe final, esta vez sobre el cuerpo y alma del mismísimo Horacio. Tras una batalla muy dura contra el cáncer y la ruptura de su matrimonio, en 1937 el escritor se suicidó en Buenos Aires con la ayuda de un frasco de cianuro.
Horacio Quiroga, un explorador de la naturaleza humana
Entre sus obras más destacadas se encuentran Los perseguidos (1905); Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917); Cuentos de la selva (1918); El desierto (1924) y Más allá (1935).
Si bien su estilo era amplio, con el correr del tiempo se consolidó su lugar dentro de la literatura de horror latinoamericano. Quizá por su fascinación con la obra de Edgar Allan Poe y su formación de la escuela modernista, sus historias siempre siguieron un patrón de oscuridad y dramatismo. Como autor siempre instó a sus lectores a descubrir los horrores ocultos detrás de la falsa mansedumbre de la naturaleza, a tener miedo de aquello que debe ser respetado y que está íntimamente relacionado con el instinto animal que dormita en los seres humanos.
Su prosa es una equilibrista en la delgada cuerda entre lo extraño y lo cotidiano, entre lo irracional del mundo y las leyes naturales. De algún modo, sus relatos siempre logran encauzar un padecimiento individual y casi psicológico hacia un lugar de miedo colectivo. Los desenlaces dejan tras de sí más trauma que alivio, lo cual no es nada más y nada menos que el resultado de su habilidad para hurgar en la experiencia humana como si fuera el deshacer de un espiral, una línea de sucesos en descenso que impactan contra un núcleo rígido y aún más lúgubre.