Algunas fuerzas políticas y sectores de poder en la Argentina pretenden imponer que la única medida del valor social es el dinero; que sólo es útil, importante o valioso lo que es rentable. Aplicar este criterio a ámbitos como la salud, la educación, los territorios, sus poblaciones y ecosistemas, no sólo es erróneo, sino que conlleva profundas consecuencias perjudiciales para la sociedad en su conjunto.
Querer imponer la rentabilidad como condición para la producción científica es algo absolutamente equivocado y peligroso; en términos epistemológicos, éticos y políticos. Hoy es, además, algo completamente anacrónico.
Durante buena parte de la historia de la ciencia, ésta —en su curso dominante— ha sido instrumentalizada al servicio de la competencia militar-geopolítica entre grandes potencias y la competencia mercantil entre grandes corporaciones. Ciertamente, grandes innovaciones científicas y tecnológicas han sido realizadas bajo ese derrotero. Aunque tales innovaciones se han festejado mayoritaria y acríticamente como “logros”, la verdad es que muchas de ellas han provocado un mundo más peligroso e inhóspito; más contaminado, con mayores riesgos socioambientales y menos seguro. No han contribuido a superar la pobreza ni el hambre. En gran medida, nuevos artefactos tecno-científicos han sido y son responsables de mal-nutrición, insalubridad, nuevos vectores de morbilidad, letalidad, degradación sociocultural y ecológica. En base a evidencias, el historiador Donald Worster ha apuntado: “Parece ser que mientras más sabemos, más peligrosos resultamos ser para nosotros mismos y otras formas de vida”.
Más allá de las guerras, de la crisis climática y el sexto evento de extinción masiva de especies, muchos de los usos de la tecno-ciencia celebradas como “desarrollo” han provocado verdaderas catástrofes: desde las nucleares como Three Mile Island (Estados Unidos, 1979), Chernóbil (Unión Soviética, 1986) y Fukushima (Japón, 2011), a las químicas como Bhopal (India, 1984), los mega-derrames petroleros como los de Shell en la Delta del Níger, Texaco en la Amazonía ecuatoriana y British Petroleum en el Golfo de México (2010), a los colapsos de los diques de cola de explotaciones mineras, como los más recientes y luctuosos de Samarco en Mariana (Minas Gerais, 2015) y la Vale en Brumadinho (Minas Gerais, 2019).
El siglo XX es un claro ejemplo de lo que cabe esperar de una ciencia sometida al criterio de la rentabilidad. Lo que puede ser “bueno” para grandes potencias y grandes corporaciones, puede ser gravemente perjudicial para el bienestar general y la salubridad de las poblaciones humanas y no humanas que componen la sostenibilidad de la vida terráquea.
Analizando los “avances” de la física en el campo atómico y de la biología y la química en la agricultura, el científico norteamericano Barry Commoner advertía sobre los peligros de una ciencia volcada a la rentabilidad y desentendida de la sobrevivencia y la calidad de vida. Lo que podía ser una necedad “entendible” hace más de medio siglo atrás, hoy es una anacrónica actitud criminal; injustificable científica y éticamente.
Los peligros, riesgos y desafíos para la sobrevivencia humana en la Tierra son hoy ineditamente graves. Nunca antes como en el siglo XXI, la especie humana ha afrontado semejante riesgo de extinción.
Nunca tanto como ahora, necesitamos de la investigación científica, de la mejor inteligencia y las máximas capacidades cognitivas específicas para afrontar esos riesgos. La ciencia hoy, es imprescindible. Pero la ciencia que necesitamos es definitivamente otra ciencia; no la que ha marcado el derrotero dominante de los últimos siglos. Una ciencia abierta al diálogo constructivo con otros registros epistémicos, otros modos de producción de conocimientos y otras cosmologías. Una ciencia subordinada al bienestar colectivo, responsable ante el juicio democrático y fundamentalmente, orientada a recuperar y mejorar las condiciones de la habitabilidad de la Tierra.
Recuperar la centralidad de la preocupación por la sobrevivencia es la primera y principal tarea de la ciencia del siglo XXI. Desde lo mejor de las ciencias naturales y sociales, hoy sabemos científicamente que la sobrevivencia depende de la convivencia. La vida es una producción social, necesariamente intergeneracional y transespecífica. Necesitamos un re-aprendizaje radical de la cooperación a todos los niveles, escalas y dimensiones de la existencia, si realmente aspiramos a sobrevivir en las condiciones de la nueva era geológica que nos toca.
Por eso, la producción autónoma y socialmente responsable del conocimiento científico es un servicio público esencial. Ningún país, en el mundo contemporáneo, puede seriamente aspirar a generar condiciones de bienestar y autonomía para sus habitantes sin un sistema científico sólido, serio, realmente público, al servicio de y sujeto al control democrático de la sociedad a la que se debe. La ciencia no es un negocio, ni estatal ni privado. Los conocimientos no son una mercancía.
*Por Colectivo de Investigación de Ecología Política del Sur, Instituto Regional de Estudios Socioculturales (IRES), Conicet-UNCA (Universidad Nacional de Catamarca).