Según la antropología, la cultura es una construcción colectiva y un rasgo inherente al ser humano, se forja en el meollo de las sociedades y lleva consigo tanto la herencia del pasado como la capacidad transformadora del futuro. A pesar de su naturaleza ordenadora, en ocasiones, funciona como un instrumento de resistencia y conservación. Antonio Gramsci, teórico italiano, la definió como “la potencia fundamental de pensar y de saberse dirigir en la vida”.
Recientemente, el presidente Javier Milei envió al Congreso la controversial Ley Ómnibus, un paquete de normativas a votarse todas juntas, lo cual disminuye el riesgo de veto por parte de las cámaras. La medida es común a todos los mandatos, la polémica reside en lo antidemocrático de sus apartados. Si bien las leyes que desea efectivizar el presidente atacan diversas áreas como la economía, la salud, entre otras, uno de los sectores más afectados es el cultural.
Argentina en venta
El desfinanciamiento y desregulación de políticas de promoción, fomento y desarrollo en estas áreas provocará el denominado “apagón” y con él la pérdida de un derecho humano esencial.
En su afán neoliberal por vender el territorio argentino y sus recursos al mejor postor, el cercenamiento de la identidad nacional juega un papel fundamental para conseguir la conformidad de las masas. La cultura es el primer formador de conciencia colectiva, es un sistema de comunicación con bagaje histórico que, a través de sus ejes, estructura la vida en sociedad y aporta cohesión a la misma.
La cultura no se limita a la producción artística ni a determinados recintos como museos o teatros, sino que rodea a todas las personas dentro de un núcleo y ayuda a construir su individualidad gracias a la identificación con el entorno. La idea de que la cultura nacional no es importante responde a intereses extranjeros y a una concepción etnocentrista donde hay culturas superiores e inferiores, estando la latina por debajo de la anglosajona.
La caída de esta organización significa un retroceso en materia de soberanía, entonces resulta obvio que quienes están intentando conducir a Argentina a convertirse en un país satélite de Estados Unidos decidan atacar directamente la ciencia, el arte, la educación y los modos de vida de una población a la que desean sumisa y acabada para manipular a su antojo.
Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla
Desde que el mundo es mundo, la política y la cultura siempre han trabajado codo a codo o peleado frente a frente. Gramsci acuñó el término “hegemonía cultural” para hablar de cómo el poder dominante ejerce presión para instaurar su ideología en el centro y relegar las demás a la periferia. Sin embargo, lo cierto es que los dientes de la motosierra del gobierno de turno ya habían comenzado a mordisquear los pilares base de la sociedad argentina, muchos de los cuales formaban parte de la cultura residual y del patrimonio nacional.
Raymond Williams, intelectual galés, determina tres tipos de procesos dentro de un sistema: el dominante, el emergente y el residual. Este último es un receptáculo, acumula remanencias y refiere a las construcciones del pasado. Es, en otras palabras, la historia.
De esta forma, valiéndose de discursos negacionistas y de un constante bastardeo a la lucha llevada a cabo bajo la consigna “Nunca Más”, quienes integran La Libertad Avanza han logrado desagravar las figuras y hechos vinculados a la última dictadura cívico-militar. No es raro descubrir que el despojo de la memoria es parte de la destrucción del corazón de un pueblo, y un pueblo muerto no se opone al avance del poder.
En esta misma línea, el escritor aborda el concepto de cultura ya no como un privilegio reservado para el gozo de las clases altas, sino como una experiencia vivida por las clases trabajadoras en el nodo central de las grandes ciudades. Resulta curioso que mientras que Milei pone su grano de arena para cerrar el Fondo Nacional de las Artes y desmontar los museos, se lo vea atendiendo a producciones culturales como Madame Butterfly, en el Teatro Colón.
Está claro que el problema no son las prácticas culturales, sólo aquellas consideradas “populares” o de fácil llegada para las personas ajenas al jet set, de las cuales surgen las voces más potentes y la crítica social más vigorosa.
Distopía o realidad
En Fahrenheit 451, el escritor Ray Bradbury plantea una distopía, pero la línea entre ficción y realidad se torna difusa y, hasta se podría decir, profética. En el universo de la novela, las elites dominantes aspiran a formar una sociedad complaciente e idiotizada por la idea de felicidad permanente. Así, las páginas siguen la historia de Montag, quien trabaja como bombero y es el encargado de quemar pilas de libros prohibidos por incentivar al pensamiento crítico.
La quema de libros es una política común en gobiernos de índole fascistas como el de Mussolini en Italia, el de Franco en España, la Alemania Nazi o la dictadura que tuvo lugar en Argentina entre 1976 y 1983. En contextos donde es necesario controlar y subyugar las ideas, los libros se presentan como el germen a exterminar por un poder de turno que pretende inocular a la población.
Fahrenheit 451, cuyo título viene de la temperatura a la que arde el papel, explora la interferencia del existencialismo y la conciencia en la mente de Montag, el cual es víctima del consumismo y las experiencias superficiales.
El modelo prometido por la campaña “anti casta” cautivó al electorado, pero el imaginario de prosperidad se aleja a pasos agigantados. De apostar a qué marcas volverían al país, se ha pasado a fomentar la compra de productos de segunda y tercera línea.
El consumismo desalentó el interés por conservar bienes invaluables como acuíferos y obras de arte, a cambio de parecernos más a Estados Unidos, o a Irlanda, o al país que nos toque en el mapamundi ese día en cuestión. La pérdida de soberanía no tiene precio, y el primer paso para dejar trunca a una nación es atentar contra su cultura.
Al parecer, una vez más la literatura y la vida juegan a espejarse mutuamente. Hipnotizado por la flauta libertaria, el pueblo de Hamelin marcha feliz hacia su perdición y, en esta ocasión, ni siquiera han podido librarse de las ratas.