El 2 de enero la Asamblea Legislativa designó al senador Eduardo Duhalde como presidente de la Nación. Fue el quinto presidente en un lapso de 11 días, tras la huida del representante de la Alianza, Fernando De la Rúa. En ese entonces, el país se encontraba atravesando una de sus peores crisis sociales y económicas, como consecuencia de políticas neoliberales. Casi 20 millones de argentines estaban bajo la línea de pobreza y siete millones eran indigentes.
Frente a un panorama desolador repleto de hambre, desocupación e inflación, los sectores víctimas del menemismo y de la Alianza comenzaron a organizarse y a hacer política desde el barrio. Entre ollas populares y movilizaciones, exigían una respuesta por parte del Estado: trabajo y comida entre las principales demandas.
A seis meses del estallido del 2001, el movimiento piquetero había convocado a una gran movilización para el 26 de junio. El objetivo era concentrar en la avenida Pavón, en Avellaneda, para subir al Puente Pueyrredón, entrar a la Ciudad de Buenos Aires y marchar hacia la Plaza de Mayo. Pero esa masa de manifestantes no estaría sola. A la altura del puente la esperaban varias fuerzas de seguridad: la policía bonaerense, la federal, prefectura naval e incluso gendarmería nacional.
Con tanto personal uniformado en esas inmediaciones, se supo que la represión era un final posible. Como saldo, hubo cientos de personas heridas y dos muertos: Maximiliano Kosteki, de 22 años, y Darío Santillán, de 21.
“Tienen cinco minutos o se pudre todo”
La represión empezó alrededor de las 12 del mediodía en el puente y se prolongó por la estación de tren, hasta caída la tarde que comenzaron a desconcentrar. Sin embargo, algunas versiones afirman que las fuerzas habían disparado durante todo el día con armas de fuego.
“Tienen cinco minutos o se pudre todo”, gritó Alfredo Fanchiotti, el policía a cargo del operativo que devino en masacre. El comisario estaba armado y no paraba de apuntar contra las personas que corrían aterradas por el lugar. Entre ese tumulto se encontraba Maximiliano Kosteki, que cayó herido de un balazo en la espalda, cerca de la estación Avellaneda del Ferrocarril Roca. Para auxiliarlo, junto a otres compañeres de la Coordinadora de Trabajadores Desocupados-Aníbal Verón, Santillán arrastró a Kosteki hasta dentro de la estación.
A ese mismo lugar llegó el comisario Fanchiotti junto con el cabo Alejandro Acosta y más policías. Ante la amenaza de los uniformados, los jóvenes que socorrían a Kosteki comenzaron a correr, pero Darío se quedó junto Maximiliano que estaba agonizando. Ignorando la situación, los policías igual lo obligaron a levantarse y, cuando emprendió su marcha, le dispararon. De esta manera, los asesinados en manos de la policía ascendieron a dos.
El rol mediático
Frente a la balacera desatada en Avellaneda, el gobierno optó por desprenderse de toda responsabilidad. Incluso, el gobernador Felipe Solá declaró que la policía no había recibido la orden de reprimir, sino que actuó por iniciativa propia. Sin embargo, un llamado entre la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y Fanchiotti dejó en evidencia lo dicho por el mandatario bonaerense. Según se descubrió, la intención estatal era desarticular “un plan insurreccional en marcha” para mostrar orden.
Para desviar las acusaciones, se instaló la teoría de que los muertos eran el saldo de un enfrentamiento entre piqueteres. La policía se había encargado de recoger todas las pruebas que pudiera incriminarla y hasta Fanchiotti fue felicitado por su desempeño. No obstante, esto no parecía suficiente, y el poder necesitó de otro cómplice: el periodismo.
De esta manera, el 27 de junio del 2002 y bajo el título “La crisis causó dos nuevas muertes”, Clarín presentó la noticia del asesinato de los militantes. La nota -firmada por Julio Blak– se trató de uno de los análisis más polémicos de la historia del periodismo argentino.
Allí, nunca se mencionó que las muertes fueron producto del accionar violento de la bonaerense. Mucho menos se le atribuyó algo al gobierno de turno. A pesar de todo lo que sucedió, el diario consideró que no había responsables polítiques, sino que la única culpable era “la crisis”.
Las fotos como pruebas
Pero la polémica con Clarín no terminó ahí. La tapa del día 27 de junio tenía una foto tomada por “Pepe” Mateos, el fotógrafo que el diario envió al lugar. Allí se podía ver que el cadáver de Maximiliano Kosteki estaba tendido en el piso de la estación de tren de Avellaneda y junto a él había un policía. También se vislumbraban dos figuras “fantasmales” que se alejaban corriendo. Una de ellas era Darío Santillán, que huía de los disparos.
La foto publicada por el periódico se desentendía de la secuencia que el fotógrafo en realidad había capturado. En ella se veía cómo Alfredo Fanchiotti entra a la estación, persigue a Santillán y luego le dispara dejándolo tendido en el piso. A esas imágenes también se le sumaron las que tomó Sergio Kowalewski y que luego publicó Página/12.
“Felipe, mirá mañana las fotos de los diarios. Parece que fue la policía nomás. Tené cuidado”, le advirtió el presidente Duhalde al gobernador Solá, apenas se enteró de los registros.
¡Darío y Maxi, presentes!
Al conocerse las tomas, el discurso político y mediático planificado había llegado a su fin. Las fotos fueron tan claras que sirvieron como prueba principal para los peritajes que dieron vuelta al caso. Se supo, entonces, que los jóvenes efectivamente habían sido asesinados por la policía. Por ello, Alfredo Fanchiotti y Alejandro Acosta fueron condenados a perpetua, aunque todavía faltan otres responsables.
El hecho también representó el principio del fin de la gestión de Eduardo Duhalde, que se vio obligado a adelantar las elecciones para abril de 2003. De esta manera, la Argentina comenzaría a ser otra, con el legado de Kosteki y Santillán en su haber histórico de lucha y solidaridad.
A 21 años de la masacre, hay un pueblo que no olvida.