Escribo estas palabras triste. Enojado. El clima de desolación que hubo el último sábado en el Estadio Monumental, pocas veces lo sentí en mi vida. Definitivamente nunca dentro de una cancha de fútbol.
El ambiente fue incómodo desde un principio. Las nubes opacaron el predominante sol de la previa y se hizo presente una niebla propia de un cuento de terror. Luego pasó lo peor. Lo que algún día iba a pasar. Un hincha de River Plate, posteriormente identificado como Pablo Marcelo Serrano, cayó desde la tribuna Sívori Alta hacia el pasillo distribuidor de la Sívori Baja. Veinte metros. Murió en el acto.
Hasta ahí la tristeza. Ahora el enojo. Entrada la tarde noche, cuando ya empezaban a circular versiones sobre la identidad del hincha fallecido, cierto sector de la prensa decidió que vale todo a la hora de contar una noticia, aún cuando eso implique invadir la privacidad y el dolor de una familia destrozada. Una vez más cabe preguntarse cuál es el periodismo que queremos en nuestro país.
La tragedia, desde adentro
Tener el estadio más grande de Latinoamérica tiene su lado positivo, pero también su contra. Las canciones llegan tarde, la hinchada se descoordina; es muy difícil que 84.000 almas estén en la misma sintonía al mismo tiempo durante más de 2 horas. La poca conectividad no ayuda, por lo que la difusión de noticias entre los mismos hinchas es compleja.
Pero hay indicios. Detalles. Pequeñas cosas que, con años de cancha, uno sabe identificar y descubrir cuando está pasando algo inusual. Corría el minuto 11 del primer tiempo, cuando desde la Centenario Baja, sector donde yo estaba ubicado, se empezaron a escuchar silbidos provenientes de la tribuna opuesta. Silbidos sostenidos, fuera de contexto, impropios del partido. De la revisión de las imágenes se desprende que la situación había empezado bastante antes, pero no lo sabíamos. Descoordinación.
Los siguientes minutos fueron un tanto caóticos. Agentes de seguridad privada que se acercaban a la valla a hablar con algunos hinchas, movimientos extraños en la tribuna. Por un momento asumí una catástrofe de grandes magnitudes, algo parecido a la Tragedia de Hillsborough de 1989, cuando una avalancha en la tribuna del Liverpool produjo 97 muertes.
Ante la pasividad de las autoridades se intensificaron los silbidos, ahora acompañados por señas de brazos para llamar la atención. Los bombos frenaron; el estadio parecía detenido en el tiempo, a la expectativa de saber qué estaba sucediendo.
En la parte de los bancos de suplentes, el cuarto árbitro mantenía extensas charlas con oficiales de la Asociación del Fútbol Argentino. Mientras, el show debía continuar. En el medio de la vorágine, Nicolás de la Cruz casi abre el marcador. Hubiese sido el grito de gol más agridulce en la historia de River.
Llegó un momento en el que la gente dijo basta. “¡Pará el partido, la p*** que te parió!” se escuchó desde las tribunas. Recién allí el árbitro Fernando Rapallini decidió frenar el encuentro. Ahora sabíamos que algo serio estaba ocurriendo, pero solo unos pocos conocían con certeza la gravedad del hecho.
Luego de un innecesario intento por seguir jugando, y una vez constatado el fallecimiento de Serrano -cuyo cuerpo seguía en la tribuna-, se decidió suspender el partido, esta vez de manera definitiva.
En medio del dolor, el plantel de River se acercó a la Sívori Baja para aplaudir y agradecer a la hinchada y sus esfuerzos por hacer lo correcto. Nos fuimos tristes, apagados. La noticia ya corría en el boca a boca y a través de la poca gente que tenía señal en el celular.
La “bendita” premura por informar traería un sin fin de datos confusos y contradictorios. Primero era una mujer, luego un hombre, después que lo tiraron, o que sufrió un paro cardíaco, pero ojo que quizás se tiró él mismo. Que si era un barra, si hubo una pelea de facciones, quizás estaba ebrio y drogado, o con depresión. Nada fuera de lo usual para el periodismo. Lo peor de nuestra profesión vendría después.
El “estamos trabajando” no es suficiente
Llegaría un momento en donde el periodismo cruzaría un límite. Caída la tarde noche, un grupo de personas de Morón permanecía en la entrada de Udaondo buscando a un amigo que, hasta ese momento, estaba desaparecido: Pablo Marcelo Serrano.
Oliendo los números de rating que daría a sus canales retratar el dolor de esas personas, las cámaras de televisión se agolparon sobre los integrantes de la filial a la que pertenecía Serrano. Incluso se hallaba presente su hija, quien aguardaba información sobre el paradero de su padre.
El clima era, ya de por sí, tenso. Las autoridades no habían oficializado la identidad del fallecido, pero el periodismo ya lo sabía. También sabía que esas personas angustiadas en la avenida Udaondo eran los familiares y amigos de Pablo.
El dilema era muy claro: estaba en poder de productores, noteros, camarógrafos y conductores el comunicar -o no comunicar- una de las imágenes más dolorosas que podrían ser trasmitidas por televisión nacional. Respetar el duelo o invadir la tristeza. Como era de esperar, eligieron la respuesta inmoral.
Primero fue un notero quien se acercó a un familiar de Serrano. El joven estaba dando un testimonio ante otros periodistas, desesperado por saber el paradero del hombre de 53 años, y denunciaba que la Policía de la Ciudad no le brindaba ninguna información.
En ese momento intercedió el notero, que no participaba de la ronda de preguntas. “Pablo Marcelo Serrano se llamaba”, exclamó en relación a la identidad del hincha fallecido. El dato había llegado a la prensa antes que a los familiares y amigos. El periodista, desesperado por la primicia, le comunicó la muerte de Serrano casi sin reparar en lo que estaba haciendo.
Acto seguido, las personas de la agrupación “Los Pibes del 20” -a la que pertenecía Serrano- se enteraron del fallecimiento de su amigo. Todas las cámaras apuntaron a ese momento de dolor y tristeza, invadiendo el derecho a la privacidad y al duelo. Nadie se preguntó si era correcto filmar la situación.
Luego le llegó a la hija de Pablo el turno de enterarse del fallecimiento de su padre. Otra vez las cámaras de televisión, crudas e irrespetuosas, emitieron toda la angustiante secuencia en directo. Algunos integrantes de la filial, carcomidos por la tristeza y la bronca, echaron justificadamente a los medios del lugar.
Hubo quienes quisieron escudarse en el argumento de “estamos trabajando” y “la calle es libre”, hasta que las mismas fuerzas de seguridad les ordenaron retirarse. Me gustaría preguntarle a esos periodistas qué sentirían si fuesen sus hijos los que se vieran vulnerados por las cámaras en el momento más triste de sus vidas.
Otros canales decidieron, directamente, difundir imágenes y videos sensibles captados en la tribuna, con el agravante de encontrarse en horario de protección al menor. Alguna que otra producción se expuso a fakes y data sin chequear, como de costumbre.
¿Cuál es el objetivo del periodismo?
Entonces, ¿qué objetivo tenemos? Quizás esta sea la pregunta más recurrente dentro de las variadas carreras de comunicación de nuestro país. ¿Por qué, y para qué, hacemos lo que hacemos? La trágica jornada del sábado demostró que ya no importan las certezas, sino los numeritos en los rankings de audiencias.
Por suerte, el repudio en las redes sociales fue total y generalizado. Casi de manera unánime, sin importar los colores, se alzó una voz de denuncia. Los medios cometieron una grave equivocación, y la gente se lo hizo saber.
“El buen gusto es un valor periodístico, por lo que la estridencia innecesaria, la vulgaridad y la morbosidad son actitudes a evitar”, resalta el código de ética del Foro de Periodismo Argentino. Allí está la línea que debemos trazar, una línea que fue pisoteada y olvidada en la tarde noche del sábado.
Claro está que otros colegas hicieron correctas y respetuosas coberturas que escaparon al amarillismo y se dedicaron a brindar información veraz. No podemos hablar en absolutos. Quedan excepciones, siempre quedarán excepciones. El problema del periodismo es justamente ese: que lo ético sea la excepción, y lo inmoral sea la regla.