Escribo mientras la guerra entre Rusia y Ucrania cumple poco más de ocho meses. Lo hago desde la comodidad de quien nunca ha ido a la guerra, pero en el fondo creo que no hace falta estar en una para padecerla. De alguna manera todos sufrimos los impactos de la guerra. En ella, hombres y mujeres se alistan para servir a su país por obligación o convicción, pero bajo la desdicha de arriesgar lo más preciado, su vida y la de los demás.
El conflicto ruso-ucraniano parece no alcanzar un punto de retorno. No sólo las negociaciones entre ambos países no llegan, sino que ahora, luego de la destrucción del puente de la península de Crimea, se suman otras 19 muertes y centenares de heridos tras el ataque ruso a la capital ucraniana de Kiev. La guerra parece estar en un punto de no retorno. Mientras que analistas internacionales definen a la movilización parcial ordenada por el Kremlin como un punto débil, otros destacan la resistencia por parte de Ucrania, que lucha por verse cada día menos debilitada con el apoyo de la OTAN.
Miro la televisión y noto cómo un analista cubano se devana los sesos pensando en cómo es posible que los ataques aéreos le cuesten diariamente 400 millones de dólares a Rusia. Ataques que, si bien le permiten ganar territorio, acaban perjudicando a ambos países, ya que muchos de ellos se dan en infraestructuras claves como lo es la central nuclear de Zaporiyia, la mayor de Europa, cuyo espacio ha sido blanco en repetidas ocasiones de misiles y obúses.
Las imágenes de la guerra entre Rusia y Ucrania se esparcen por todas partes, no alcanza uno a apagar la televisión que ya al entrar a Twitter ve más dolor. En el fondo, el negocio de la guerra va más allá de los intereses de Vladímir Putin de devolver a Ucrania a la zona de influencia rusa, alcanza a los medios de comunicación y a las miles de visitas que suscita la emoción de ver los más de 80 misiles impactar sobre la capital de Kiev.
Y es en ese punto en el que me pregunto si la guerra, a fin de cuentas, no es más que una representación de nosotros mismos y de cómo las instituciones nos han educado para la rivalidad y el vencer al otro. Decía la médica y educadora italiana, María Montessori, que “todo el mundo habla de la paz, pero nadie educa para la paz, la gente educa para la competencia y este es el principio de cualquier guerra”.
Por ello, pienso y olfateo la guerra desde otra perspectiva, desde la existencia de un sistema pedagógico que nos ha educado para combatir a ese otro, sin importar las consecuencias que ello conlleva. Y entonces, a menudo, me pregunto si llegará esa ocasión, ese día glorioso en el que las escuelas y centros de formación eduquen para la paz y la fraternidad y no el dolor, porque a fin de cuenta el ser humano es más grande que la guerra.