Por Nicolás Sagaian, Agencia Tierra Viva
“El pollo lo estamos vendiendo a 300 pesos el kilo, no hay forma de reducir el precio. ¿Por qué? Porque estamos atados a lo que ocurre en el resto de la cadena. El que nos vende las crías para engorde nos aumenta todo el tiempo. A principios de año costaban 35 o 45 pesos cada una y hoy las pagamos a 75. El que nos vende el alimento tampoco afloja y viste lo que subió el precio del maíz… En el medio el fletero también ajusta, y nosotros no estamos remarcando el precio todos los días.”
A Luis Espósito no le gusta hablar solo de números, porque siente que se pierde el foco de “lo importante”. Pero, sin quererlo, traza una radiografía de lo que viven miles de productores avícolas en todo el país. Sabe que la carne de pollo que venden en la pequeña granja agroecológica, ubicada en el corazón de la localidad bonaerense de Gerli, está por encima de los valores que se encuentran en las góndolas. Sin embargo, para la escala que manejan (con una producción de apenas 300 pollos por mes), no pierde de vista que si ajustan los precios, el proyecto que llevan adelante se vuelve imposible de sostener.
La devaluación, la inflación, la suba de los precios internacionales de las materias prima y la ausencia de políticas públicas que le den un marco de estabilidad al sector complican el día a día. También las reglas que imponen las grandes empresas y el propio mercado. Mientras los costos se vuelven cada vez más elevados, los márgenes se achican. Para todos los actores del sector. «Hay un desbalance», sintetiza Espósito.
¿Qué es primero, la economía o la gallina?
Esto ocurre a pesar de que en los últimos 12 meses el precio del pollo entero aumentó casi un 63% y acumuló así un salto de 552% desde junio de 2016, según datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec). Hoy, el kilo de pollo más barato se consigue en el Gran Buenos Aires a 217,62 pesos en promedio. En el resto del país la dispersión de precios es notoria: en la región pampeana el kilo llega a 232,30; en el noroeste a 218,38; en el noreste 224,87; en Cuyo 231,86 y en la Patagonia a 233,58.
La variación de este alimento, que en la última década fue ganando cada vez más lugar en la mesa de los argentinos, estuvo prácticamente en línea con lo que se incrementó la carne vacuna (+598%) y el pescado (+566), y muy por encima del pan (que subió 372,5%), la papa (+491%) y la leche (+471%).
Si la comparación se realiza contra la evolución que tuvo el índice de Precios al Consumidor (IPC) durante los últimos cinco años y medio (que trepó entre 462 y 480%, según la medición o el organismo que se tome como referencia) la diferencia es notoria. Lo mismo sucede con los salarios.
Una muestra: mientras en el primer trimestre de 2020, una persona con un salario registrado podía comprar 519 kilos de pollo, en el mismo período de 2021 apenas le alcanzó para 445 kilos. Es decir, perdió 74 kilos en el camino, según detalló un estudio reciente de la Fundación Mediterránea-IERAL.
A pesar de todo, el consumo no se ha reducido, sino que se mantuvo estancado en torno a los 45,61 kilos per cápita, de acuerdo a los últimos datos del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca de septiembre de 2021. ¿Por qué? Porque muchos consumidores buscaron alternativas más baratas y accesibles para comer proteína animal en medio de la suba desmedida del precio de la carne vacuna.
El sector avícola, una cadena “integrada”
La producción avícola en Argentina involucra a más de 100 pequeñas y medianas empresas de capital nacional y a una gran cantidad de pequeños y medianos avicultores que trabajan, por lo general, con mano de obra propia o familiar, según datos oficiales. Se trata del total de empresas que forman parte de la producción primaria, es decir, la primera parte de la cadena. Entre ellas, 40 están totalmente integradas «verticalmente», o sea, tienen sus propias granjas de cría, engorde, y sus propias plantas de faena.
Entre estas cien empresas suman 100.000 puestos de trabajo entre directos e indirectos. Hay comunidades enteras que dependen de esta actividad. Buenos Aires y Entre Ríos concentran el 86,2% de la faena de pollos, mientras que Santa Fe y Córdoba representan el 5 y 3,8%, respectivamente.
Roberto Domenech, presidente del Centro de Empresas Procesadoras Avícolas (CEPA), explica que la “avicultura es una actividad integrada”. ¿Qué significa? Hay un sector del negocio que se dedica a preservar la “genética” –la raza que se busca reproducir–, de esos animales nacen los padres, de los que nacen los pollos para engorde. Además, las propias empresas cuentan con molinos para stockear el grano con el que se hace el alimento (80% maíz y soja). La última etapa de la cadena es la faena de los pollos y la comercialización.
Entre las 100 empresas que son parte del sector existen las que realizan una parte de la producción o las grandes firmas que controlan todo el proceso. Por ejemplo, CEPA representa a algunos de los grandes jugadores del mercado del pollo como entre sus asociados están además, Granja Tres Arroyos, Soychú, Alibue, Fadel, Pollos Sapucai, Pollolin, Calisa, Domvil.
Convertir a la cría en pollo para faena requiere el trabajo del “criador”, que se conoce también como “productor integrado”. En este punto la cadena funciona así: el frigorífico faenador (que tiene las madres y produce el huevo fértil) provee al criador el pollito a las pocas horas de nacido y, a veces, hasta los alimentos, los medicamentos y el gas para la calefacción. El criador lleva al animal hasta los 2,8 o 3,1 kilos, o hasta el peso requerido por la empresa de faena.
El rol del “productor integrado” carga con un riesgo en el sector avícola. La Comisión de Avicultura de la Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) señala que no existe ningún contrato formal entre partes que hagan al cumplimiento de obligaciones por ambas (empresa y productor integrado), lo cual hace a la inestabilidad de la relación. La empresa faenadora puede decidir no entregar pollos al retirar la última crianza.
“Es una cadena corta”, señala sobre esta modalidad Samuel Doichelle, presidente de la cooperativa Wanda de Misiones, que es parte del sector desde este punto de la cadena, pero toma las riendas hasta la comercialización sin volver a tratar con la empresa proveedora de las crías. “Todo el proceso puede llegar a tardar desde 45 hasta 72 días desde que sale el huevo –sostiene Doichelle y aclara–, aunque en Entre Ríos algunas empresas faenan a los 30 o 35 días, simplemente por una cuestión de negocios”.
“¿Por qué? Porque hasta los 30 días el pollo crece rápido, después su desarrollo es más lento. Entonces, para ellos, es mejor faenar y volver a producir. Aparte, con todas las hormonas que le dan, después de los 40 días ya empiezan a morir, porque están repletos de químicos, por eso prefieren matarlos antes de que crezca más”, explica el productor desde su campo ubicado a 55 kilómetros de las Cataratas del Iguazú.
En su granja intenta aplicar un modelo de producción totalmente distinto. “El pollo vive 60 días y camina mucho más que los ‘pollos normales’ que se compran en el mercado. Nuestro pollo se alimenta con soja mineral, maíz, no tiene hormonas, no tiene antibióticos y eso hace que sea un animal mucho más sano, más maduro y la carne sea más firme. Las personas que prueban nuestro pollo no consumen otro”, sostiene.
Costos dolarizados, más impuestos, ponen el precio del pollo
Las dietas de engorde que se utilizan para criar a los pollos, por más que varían de acuerdo al modelo que se aplique, están estandarizadas: 60% maíz, 20% o 30% soja y algún núcleo vitamínico. Por eso la evolución de los precios internacionales de los granos incide directamente en el negocio.
Según un informe de la Cámara Argentina de Productores Integrados de Pollo (Capip), la tonelada de maíz que los productores pagaban 8.895,90 pesos en junio de 2020, a mediados de este año pasó a 21.269,25. La soja que costaba 14.712,50 pesos trepó a más del doble: 31.055,94 pesos. “Cada día, cada semana, nos avisan de un nuevo aumento. Es una locura”, opina Doichelle.
Ante esta situación, “el productor es constantemente descapitalizado”, aseguran desde la Comisión de Avicultura de la Confederaciones Rurales Argentinas (CRA). “El pago que se le otorga por la crianza de los pollos, en ciertas épocas del año, no alcanza para cubrir los costos de producción”, precisan.
En invierno, por ejemplo, se gastan aproximadamente 0,3 litros de gas por pollo ($12,56), más el sueldo de los empleados con cargas que es de $8,29 por pollo. Sólo en estos dos ítems casi se alcanza el precio que se le paga a los “productores integrados” por pollo vivo ($21). A estos costos hay que agregarles los gastos de combustibles, gastos administrativos y bancarios, energía eléctrica, repuestos para mantenimiento de instalaciones, mano de obra externa y gastos financieros. Aparte, los impuestos.
“Son muchos impuestos”, se queja Doichelle. “Rentas, IVA, impuestos municipales, provinciales, nacionales. En Misiones, si comprás una herramienta en Rosario o si traés mineral o soja, para ingresar a la provincia tenés que pagar un canon provincial, que ya te aumenta un 5% el costo. Hoy los costos representan más o menos 187 pesos por kilo de pollo”, detalla.
Si bien los números no son iguales en todas las empresas, la ecuación es bastante parecida. «En nuestro eslabón, el negocio está en el límite: hoy hay que trabajar diez veces más en achicar el costo que en el precio, porque el bolsillo de la gente está muy golpeado», considera Domenech.
La faena, ¿quiénes se quedan como el mejor trozo del pollo?
En Argentina existen 3771 granjas de pollos destinadas al engorde y algo menos de mil destinadas a la reproducción, recría e incubación registradas en el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa). La mayoría se encuentra en Entre Ríos (1731) y Buenos Aires (734). El resto están instaladas en Santa Fe (109), Córdoba (89), Mendoza (21), Río Negro, Jujuy y Salta, según un relevamiento del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca publicado en diciembre de 2020.
El sector posee unas 139 millones de aves en promedio, de las cuales 71,3% corresponde a pollos de engorde, 27% a gallinas de postura, 1,6% a reproductores padres y abuelos de ambas líneas genéticas. El resto a producciones no industriales. La faena en 2020 alcanzó las 757,9 millones de cabezas en las 94 plantas que están habilitadas en todo el país y la producción de carne aviar llegó a 2316 miles de toneladas. Más del 87% se destinó al consumo interno, mientras el 13% fue a parar a la exportación.
Del 100% de los pollos enteros que salen de los frigoríficos, solo el 50% se vende como tal. El resto se corta en pechuga, cuarto trasero y supremas. La pata muslo es el producto de mayor venta. “El pollo llega a todos los niveles sociales. Con lo que sale un kilo de asado ($800) se compran dos kilos de supremas ($400), tres kilos de pollo entero ($210), cuatro kilos de pata muslo ($170) o cinco kilos de alitas ($110 a 140)”, detalla el presidente del CEPA.
Del pollo entero que llega al supermercado o carnicería, el 70% se troza. Eso implica hacer un pollo más grande. Hay empresas que venden 70% de pollo trozado. Otras venden el 80% del pollo entero. Esas últimas le sacan mejor precio a un pollo de 3,2 kilos eviscerado, con cuatro o cinco días más de engorde.
Las firmas que concentran la producción son apenas un puñado. Solo cinco empresas ocupan del 50% de la faena total. Granja Tres Arroyos, de la familia De Grazia, es la más grande del país. Tiene una participación del 23 por ciento en el mercado y seis plantas ubicadas en Entre Ríos, Buenos Aires y Córdoba. Diariamente faena 710.000 aves y recientemente incorporó a su grupo a Cresta Roja y Avex.
La compañía Soychú, de la familia Santángelo, le sigue en el ranking. Faena 24.000 cabezas por hora, según sus propios registros, y coloca uno de cada ocho pollos que se producen en el país. Posee una participación del 12 por ciento en el mercado y ventas estimadas por 240 dólares millones al año.
Las Camelias, de la familia Marsó, completa el podio. Los herederos de don Enrique y doña Lola continúan con el legado que comenzó con un par de gallinas en el patio de su casa de Colonia San José, Entre Ríos. Hoy producen 52,3 millones de pollos al año y poseen una participación del 6,91%.
Noelma sigue en la lista. Con 45 años de trayectoria, faenan 37,2 millones al año y ocupan el 4,92% del mercado. Y Alibue SA, de la familia Da Corta, cierra ese primer lote, con una facturación de 80 millones de dólares anuales y una producción de 30,5 millones de pollos al año ( 4,03% de participación).
La industria avícola, según datos privados, genera más de 2000 millones de dólares por año. Si se considera el tipo de cambio oficial, factura más de un dólar por cada kilo que sale de las plantas de faena, es decir, aporta más de 200 millones de pesos mensuales a la economía doméstica.
Pollos de exportación
Las exportaciones de carne y subproductos, en 2020, totalizaron un volumen de 229.000 toneladas de productos comestibles por 312 millones dólares, principalmente en productos como pollo trozado (62%), pollo entero (36%) y productos procesados (2%), según el Ministerio de Agricultura. Los envíos al exterior se distribuyeron principalmente entre China (37%), Sudáfrica (11%), Vietnam (9%), Chile (8%), Arabia Saudita (4%) y Emiratos Árabes (4%). En menor proporción hubo embarques a Colombia, Yemen, Singapur y Qatar (10 %). Y otros a Rusia, Brasil, Perú, Cuba y Angola (17%).
Por el impacto de la pandemia, el año pasado, el comercio mundial del sector se redujo un 15% y, en este contexto, países competidores de la Argentina, como Brasil y Estados Unidos, reaccionaron con una baja de precios para no perder su cuota. Así y todo, Argentina se mantuvo en el décimo lugar como exportador en el mercado internacional. “Brasil y Estados Unidos representan el 80% de las once millones de toneladas que se comercializan en el mundo”, detalló el presidente del CEPA.
El panorama hacia adelante, no obstante, no es del todo bueno. Según datos preliminares del Ministerio de Agricultura, entre enero y septiembre de este año las ventas al exterior muestran una caída interanual del ocho por ciento en volumen (miles de toneladas) y del cuatro por ciento en valor. En el acumulado de los primeros nueve meses del año llevan despachadas 160 mil toneladas por 229 millones de dólares. Esto quiere decir que se embarcaron casi 14.000 toneladas menos que en el mismo período de 2020.
Si bien esta baja es importante, la verdadera magnitud del desplome en el frente externo se observa comparando los datos de enero-agosto de 2019: hace solo dos años Argentina exportaba 275.000 toneladas. “Nosotros ya en 2020 habíamos abortado el crecimiento previsto para 2021. Calculábamos que íbamos a tener un crecimiento del orden de 25.000 toneladas por año los próximos cinco años, pero la realidad es que tuvimos que desarmar todo y adecuarnos a lo que terminamos vendiendo”, agrega Domenech y sostiene que las ventas al exterior podrían recuperar los valores anteriores ya que Brasil comenzó a subir los precios.
De todas formas, no solo se debe a una cuestión de demanda internacional o una cuestión de precios, sino que también el costo de exportación que tiene Argentina, sumado a la presión fiscal existente hicieron que “por el momento se haya preferido priorizar el mercado interno por todas las problemáticas que hay. En este momento el costo que hay para salir del frigorífico y poner el contenedor al costado del barco para la carga es de 86,58 dólares. Ese fobbing –gastos de manejo y embarque de la mercadería– significa entre el 5% y el 6,5% del valor del producto, según el representante de CEPA. Este costo para el sector avícola argentino es “monumentalmente caro”, coinciden distintas fuentes.
Sobre todo si se toma en cuenta que en Brasil el fobbing desciende hasta la mitad. A esto hay que sumarle las retenciones del 9% que pesan sobre la actividad, sin contar que el equivalente en pesos del dólar exportador se ubica en $100, mientras que los dólares para atesorar cotizan arriba de $200. “Entonces elegimos el mercado interno hasta que la economía macro tome un rumbo y sepamos con qué nos podemos manejar”, sostiene el empresario.
¿Por qué sube el precio del pollo a pesar de la caída de las exportaciones?
Cuando hay sobreoferta y baja la exportación, hay más kilos disponibles, porque las empresas que exportan vuelcan sus excedentes al mercado interno. “Eso hace que las grandes empresas entren en una competencia de quitarse clientes o bajar los precios de manera de vender al mejor postor, al tratarse de un producto perecedero”, explica Augusto Motta, presidente de la firma Calisa.
Hasta noviembre, el precio de salida de fábrica del pollo entero es de $135 + IVA (10,5%), valor que para el titular de CEPA es muy ajustado. “Necesitaríamos $145/148, para obtener una rentabilidad razonable, sin pensar en inversiones. No se llega a más porque el consumidor no convalida precios mayores. Hay que pensar que a ese valor el supermercado le carga un 30% de ganancia, con lo cual al público el kilo de pollo entero en las cadenas o en los comercios minoristas oscila entre $190 a 210”.
Al 26 de noviembre, un pollo fresco de tres kilos de Granja Tres Arroyos se ofrecía en el supermercado Walmart a 597 pesos, a razón de 199 el kilo; la bandeja de 900 gramos de patas o de muslos a 300,60 pesos; la pechuga envasada al vacío a 429 el kilo. En Coto las patas con piel a 269 el kilo, la pechuga sin piel 400 pesos el kilo, los bastoncitos de pollo por kilo a 599 y el pollo entero congelado a 169 como oferta del programa “Precios Cuidados”. En Carrefour la bandeja de supremas de Cresta Roja a 499,90 el kilo, el pollo entero con menudos envasado al vacío a 239 el kilo y el kilo de milanesas a 595.
El consumo estimado de carne aviar en septiembre de este año trepó a las 179 miles de toneladas y en los primeros ocho meses había alcanzado 1.549 miles de toneladas, unas 16 toneladas menos que las registradas en el mismo período de 2020, según estadísticas del Ministerio de Agricultura.
Para Domenech esto es así porque “no hay competencia con ninguna de las otras carnes”. El pollo se transformó en un “sustituto natural” de la carne bovina ante la suba constante de precios. “Nosotros estimamos que se está comiendo pollo en un promedio de tres días a la semana en los hogares”, precisa el especialista. La tendencia, sin embargo, no es nueva y viene de larga data.
Hace diez años, la brecha entre el consumo de carne y pollo superaba los 25 kilos, a favor del asado y el bife. Los argentinos comían más de 70 kilos anuales de cortes bovinos y algo más de 40 kilos por persona de pechuga, pata y muslo. En el año de la pandemia, esa brecha se evaporó y hasta llegó a virtualmente equipararse. Tanto es así que en el sector pronostican que no pasará mucho hasta que el consumo per cápita consiga trepar a los 50 kilos, un nivel similar al de las carnes rojas, que en la actualidad está por debajo de sus niveles históricos.
Por una producción de pollos más sana
Samuel Doichelle conoce muy bien cómo son los pollos industriales que se venden en los comercios de su ciudad. “Son pollos que están completos de químicos, de antibióticos. Si los descongelás, el 15% es agua; si los metés a la parrilla se achican, son como una palomita; si hacés una sopa se te desarma, te queda todo en pedazos. La carne es como artificial, no tiene gusto y es blanca”, describe.
Con esa experiencia y con la idea de empezar a cambiar los hábitos de producción y consumo en la Colonia Wanda, ubicada a 55 kilómetros de las Cataratas del Iguazú, Doichelle cofundó una cooperativa. Su primer objetivo fue escaparle a los cultivos tradicionales de la zona: la yerba mate y el tabaco. Su padre, cuando él cumplió 18 años, se suicidó aquejado por una grave enfermedad asociada al cultivo de tabaco. El excesivo uso de químicos y pesticidas le habían arruinado por completo la salud.
A partir de ahí se propuso “hacer algo distinto por su familia”, y surgió la idea de empezar a producir pollos, frutas y verduras de forma orgánica. Hoy, en la cooperativa que cuenta con 156 asociados, producen entre 2500 y 4000 pollos mensuales, totalmente agroecológicos, ya que se crían con el alimento balanceado de maíz no transgénico y sin ningún aditivo. “Se crían en otro ambiente, viven 60 días, caminan mucho más que los pollos que se compran en el mercado y no tienen hormonas”, dice.
“La carne así es mucho mejor y mucho más sana. Las personas que prueban nuestro pollo, directamente no vuelven a consumir otro, es mucha la diferencia”, insiste. El 80% de lo que producen lo venden directo al consumidor y el 20% restante a carnicerías y comercios. No lo congelan, sino que lo venden refrigerado y tienen un espacio reservado en el Mercado Concentrador de Eldorado.
A partir de un proyecto aprobado por el Banco Mundial, pudieron automatizar una planta de faena de pollos y recientemente, gracias a la Fundación Sales, consiguieron un vehículo con una capacidad de carga de 1500 kilos para ampliar su área de distribución. “Si conseguimos financiamiento, el plan es ampliar la infraestructura que tenemos y pasar a faenar 30.000 animales por mes”, confió.
A 1200 kilómetros, en Gerli, en una hectárea escondida cerca de la estación de tren, se encuentra la granja “Tierra Sin Males”. El nombre proviene de la cultura ancestral guaraní: el “Ivy Maraey”. En el lugar conviven abstraídas de todo lo que las rodea 400 gallinas en postura, entre 600 y 700 pollos de cría, de ocho a 10 cabras, patos, pavos, conejos y dos vacas Holando-argentina.
“Es como un pedacito de campo en el medio de la ciudad”, desliza Luis Espósito, referente de la Fundación Alandar. “Nuestro proyecto no es meramente productivo. El desafío es construir un camino que vaya de la tierra al plato de comida para lograr una verdadera soberanía alimentaria”, dice Espósito.
Producen alimentos para el autoconsumo, pero también venden y distribuyen frutas y verduras, huevos, carne, panificados en una red comunitaria que integran alrededor de 200 personas. “Todas las semanas se llevan nuestras cosas porque confían en lo que hacemos. Jamás lanzamos una propaganda, pero siempre el que viene trae dos, tres o cuatro familias más, entonces se van sumando”, apunta Luis.
“Si nosotros fuéramos solamente un emprendimiento productivo, te diría que sí, iríamos a pérdida, porque los costos de producción que tenemos son elevados y no producimos a gran escala. Pero lo que nosotros ganamos es otra cosa: hay mucho laburo del lado humano, generamos compromiso, aprendizaje, sabemos que nuestro producto quizá no es el más económico, pero a nosotros no nos interesa competir, nos interesa ser un productor más que abastezca y pueda ofrecerle a la gente alimentos saludables”, explica.
* Este artículo forma parte de la serie «Los precios de los alimentos», que cuenta con el apoyo de la Fundación Rosa Luxemburgo.