Nuestro país se viene deteriorando desde mediados de los años setenta, más allá de algunos cortos períodos de relativa recuperación. En la actualidad ya llevamos 10 años de retroceso, desde fines del 2011 a la fecha. Con descenso del PBI, ni que hablar del per cápita, la inversión, las exportaciones, de los puestos de trabajo, los ingresos de la mayoría y la escolaridad. Solo han aumentado la pobreza y los precios en esta década.
Así estamos, desgraciadamente. Peor aún, sin ningún indicio de alguna luz al final del túnel. Entre otras razones porque la mayoría de la dirigencia política, por intereses o debilidades, a distancia está de explicar públicamente las causas de que hayamos llegado a esta situación. Más lejos se encuentra todavía de ofrecer salidas reales y viables para recuperarnos; aunque sea paulatinamente. Solo chamuyo de corto plazo y electoral en la mayoría de los casos.
Vamos al meollo de la cuestión: ¿por qué estamos como estamos? En lo esencial y fundamental porque desde 1976 a la fecha nos hemos desindustrializado. Agravado esto porque nuestra economía, además, se concentró y extranjerizó.
Ya tuvimos nosotros un proceso de desindustrialización allá por mediados del siglo XIX, cuando las fuerzas porteñas capitaneadas por Mitre derrotaron a las federales de Urquiza en el año 1862, en la batalla de Pavón. A partir de allí la incipiente industria nacional, ubicada en el interior del país, capotó. Bajo el nuevo régimen oligárquico sus productos fueron reemplazados por manufacturas inglesas. Ese proceso, con sus más y sus menos, duró hasta 1930, en que la crisis capitalista mundial nos mostró descarnadamente las consecuencias de haber abortado el desarrollo industrial.
Sin embargo, debemos decir que aquel proyecto de país que inicia Bartolomé Mitre y luego continúan Sarmiento, Avellaneda, Roca y demás personajes, tenía una alternativa de crecimiento económico al sacrificio de la industria: venderles carnes y granos a los ingleses. Como estos demandaban fuertemente esos alimentos para sus obreros y, al mismo tiempo, nuestra población era escasa (4 millones de habitantes en 1900), ese rumbo de nación no entró en crisis durante 70 años; más allá de altibajos económicos lógicos para cualquier país.
Por supuesto cuando se agotó, mostrando sus profundas limitaciones al contemplar mucho más los intereses de la oligarquía terrateniente que los nacionales, tuvimos que buscar industrializarnos lo más rápidamente posible. Única salida frente al nuevo mundo que se dibujaba y ante un crecimiento poblacional intenso (en 1930 ya estábamos en los 11 millones de habitantes, casi tres veces más que a fines del siglo XIX).
El proceso de sustitución de importaciones industriales se inició paulatinamente y por obligación en la década del 30’. Luego aceleradamente durante los diez años de gobierno del General Perón. Extendiéndose después dos décadas más, con un componente importante de capital extranjero (fue la llegada de las fábricas automotrices, entre otras).
No obstante, a mediados de los años setenta era visible que ese modelo de sustitución de importaciones daba signos de agotamiento. El país necesitaba de un nuevo rumbo. La confrontación entre modelos antagónicos de salida se dirimió a través de las armas y la guerra civil, como sucedió en la primera mitad del siglo XIX. Los que ganaron esta vez, salvando las distancias, fueron los mismos que en aquel entonces.
Procedió entonces la última dictadura militar, junto a los principales exponentes del poder económico local, a darle a nuestra nación un nuevo y profundo derrotero acorde con sus intereses.
En lo fundamental, dicho modelo de la nueva oligarquía consistía en volver a poner eje económico dominante en las actividades primarias exportadoras o con ventajas comparativas vinculadas al campo. Lo graficaba muy bien Alejandro Estrada, Secretario de Comercio Exterior de Martínez de Hoz, cuando decía “es lo mismo producir caramelos que acero”.
Manejaban el concepto de que la mayoría de la industria local era ineficiente. Por lo tanto, al igual que habían hecho 100 años antes, había que reemplazarla por importaciones abriendo la economía. El eje económico del país debía virar a las exportaciones primarias, sobre todo agrícolas y ganaderas, y sus manufacturas. Permitiendo al mismo tiempo el ingreso de las multinacionales para sustituir parte de la producción nacional; como también de los grandes bancos extranjeros para financiar al Estado y a los privados, como habían hecho los bancos ingleses allá lejos y hace tiempo.
Por supuesto que tenían plena conciencia de que, de ese modelo, no se podía esperar un país que cobijara a los 26 millones de habitantes que ya éramos para ese entonces. En primer lugar, porque el mercado interno ya no sería tan importante como en las décadas anteriores. Lo que significaba menos empleos y que el salario de los trabajadores pasaba a transformarse en lo fundamental un gasto que había que achicar, no un elemento dinamizador. Cuanto más bajo, mayor competitividad externa para las empresas. La salud y la educación pública dejaron por tanto de ser necesarias para el capital, solo otro gasto “improductivo”. Por todo ello reprimieron los militares no solo a la guerrilla, sino además a los trabajadores y sus dirigentes sindicales. Para eliminar la resistencia a su plan de los que se negaban a quedar a la intemperie.
Pero, además, a diferencia del proyecto de la terrateniente “generación del ‘80”, este nuevo que vinieron a imponernos Videla y compañía no tenía la potencia exportadora de aquel como para reemplazar el papel de la industria. Si de achicar a ésta se trataba, aquí, en esta nación, no entraban una parte significativa de nuestros compatriotas; como ha verificado la historia desde 1976 a la fecha. No habría estabilidad económica y, por ende, política posible.
Ese país que nos dejó la dictadura, de dos pisos porque no entramos todos y todas en él, es el que se ha extendido hasta nuestros días durante 40 años. Profundizado por la derecha cuando se hizo del gobierno con Menem y Macri. Pero también, el que no pudieron modificar Alfonsín, el kirchnerismo, ni Alberto ahora.
Dicho modelo, que diseñaron y luego implementaron los ganadores de la guerra civil de los años setenta, como decimos arriba fue de desindustrialización (el PBI industrial bajó del 30% del PBI total en 1976, al 17% en el 2019), de concentración y extranjerización económica. No ha sido reemplazado hasta nuestros días y es lo que está en la base del retroceso nacional, de este desastre que estamos viendo. Donde nuestros jóvenes (y los no tan jóvenes) están buscando la manera de irse a vivir a otro lado para tener futuro (y presente).
Si no cambiamos en definitiva el derrotero de fondo que sigue la Argentina desde hace cuatro décadas, no tenemos salida. La decadencia seguirá su camino.
Para revertir este estado de cosas, en primer lugar, hay que reindustrializar sostenidamente. Para exportar no solo productos primarios, sino cada vez más manufacturas con valor agregado. Reemplazando paralelamente importaciones para aliviar la restricción externa. Expandiendo las pequeñas y medianas empresas y los emprendimientos de la economía popular, que son los que generan empleo.
En la medida que se marche por ese rumbo, que crezcan nuestras exportaciones y disminuyan su peso relativo las importaciones, debemos volver a valorizar el mercado interno como eje principal de desarrollo y construcción de una sociedad distinta en todos los terrenos.
Para todo ello hacen falta recursos primero e inversiones luego. Totalmente falso que “el mercado” va a resolver eso. Un país como el nuestro para salir adelante requiere un Estado eficiente, transparente y sobre todo bien fuerte, que oriente y sea parte del desarrollo.
Estado que garantice un adecuado sistema impositivo, no como el actual de alto beneficio para ricos y grandes empresas. Que asegure crédito barato para producir y que controle el uso de nuestros recursos naturales para el crecimiento nacional: el campo, el litio, Vaca Muerta, la minería deben ser parte fundamental del aporte a nuestro desarrollo y no funcionales al enriquecimiento de los poderosos.
Que tenga presencia propia en las áreas estratégicas, sobre todo de comercio exterior. Nunca hay que olvidar que la Argentina se industrializó en serio con el IAPI.
Un Estado que trabaje para revertir el nivel de concentración que tenemos hoy. Que se expresa en forma inequívoca en el crecimiento de los precios, que trasladan ingresos a las grandes empresas desde y en perjuicio de la gran mayoría de la población. Cómo será de desvergonzada esta maniobra que, hasta la derecha, en boca de Rodríguez Larreta, dice que “hay que ir contra los monopolios y garantizar competencia”.
Un Estado que revierta paulatinamente la extranjerización de nuestra economía, que transfiere en forma permanente capital fuera del país. Ganancias (en muchos casos siderales) de las multinacionales que no se invierten aquí para nuestro desarrollo, sino que se sacan muy mayoritariamente al exterior. Hay que derogar para ello la ley de inversiones extranjeras menemista.
Finalmente, también debemos frenar el constante drenaje, desde la dictadura a la fecha, de capital propio que se destina al pago de la deuda externa; siempre usurera y muchas veces fraudulenta. ¿Si eso sigue sucediendo, cómo reindustrializamos y desarrollamos este país?
Ya el ministro Guzmán hizo una muy mala negociación con los acreedores privados, bien distinta del canje de Lavagna, que en pocos años nos obligará a pagar muchos dólares. Ahora está lo del FMI. Si no se patea muy adelante el pago de esa deuda, con quita, sin aceptar condiciones leoninas, no habrá salida al drama nacional. Eso es lo que está en juego en la negociación con el Fondo.
Dijo Guzmán que “el préstamo del Fondo fue un apoyo a la campaña electoral de Macri y es ahora el pueblo el que lo está pagando. Acabar con la dependencia del FMI es un acto de soberanía”. Esperemos no sea chamuyo electoral y luego se bajen los lienzos y acepten los aprietes. pic.twitter.com/A517lbdHcY
— Humberto Tumini (@HumbertoTumini) October 27, 2021
Las fuerzas antinacionales nos impusieron desde 1976 en adelante este modelo que, en definitiva, para nuestra desgracia, seguimos teniendo. Sin que se haya logrado modificar ese rumbo cuando algunas posibilidades hubo para ello, por vacilaciones y/o falta de convicción.
Es hora entonces que, ahora, sin demoras, los sectores nacionales y populares, progresistas, de izquierda, políticos y sociales, retomemos la pelea sin claudicaciones para llevar la Argentina hacia otro futuro. Con la voluntad y el valor de muchos que nos han precedido en nuestra historia,
La empresa requiere coraje, no “relato”, dijo alguna vez San Martín.
Presidente de Libres del Sur