El 2 de mayo de 1982, durante la Guerra de Malvinas, se produjo el hundimiento del crucero argentino ARA General Belgrano. Fue a consecuencia del ataque del submarino nuclear británico HMS Conqueror. La tragedia dejó un saldo de 323 argentinos muerto, prácticamente la mitad de las bajas del país en todo el conflicto. Nota al Pie habló con Hugo Molina, uno de sus sobrevivientes, quien contó cómo se vivió aquella fatídica noche.
“El 2 de mayo se mezcló lo místico, supersticioso, asombroso y fantasmal con los hechos concretos”, recuerda Hugo Molina, sentado junto a la mesa de su departamento platense. “Estábamos hartos, cansados… Salí de la guardia de la máquina y me encontré al “borracho Muñoz”. Lo invité una cerveza en la cantina del bar, donde vi algo increíble”.
Señala con sus dedos índice y mayor, que sostienen un cigarrillo marca Camel y continúa : “allá, en el límite de la pared con el techo, caminaban miles de ratas, una procesión de ratas que iban y venían. Nunca en mi vida volví a ver cosa semejante. Ratas grandes, negras, claras, más pequeñas… era fantasmagórico”.
Callado, sus ojos achinados fijan un punto indefinible en la pared, llorosos. “Entonces pensé, ¿qué va a pasar? Es raro, porque ratas hubo siempre en todos los barcos, solo que nunca se ven. Pero… parecía como si les hubieran ordenado irse, ellas querían abandonar el barco”, da una pitada larga y deja la colilla en una pequeña lata dorada, que funciona como cenicero. “No aguanté más esa situación y le dije a Muñoz: “vamos a cubierta”.
La vida en el barco
“Mi historia es la de muchos muchachos cagados de hambre en el interior de la provincia, que encontraron una salida laboral en la Armada, porque te calificaba para la vida civil enseñándote un oficio”, cuenta Hugo. “Yo era un salteño que vivía tranquilo, pero tuve problemas en mi casa porque era medio vago para estudiar… En virtud de eso, la pobreza en Salta y los quilombos familiares, me nació una vocación marinera que desconocía”.
“Con el Crucero Belgrano zarpamos el 13 de abril de 1982. No soy supersticioso, pero dicen que los martes 13 no te cases ni te embarques. Salimos de la base naval de Puerto Belgrano, hicimos un metro y el barco se rompió. Amarramos de vuelta, se reparó la embarcación y volvimos a zarpar el 16 de abril a las Islas”, explica el sobreviviente. Acto seguido, asegura: “Estábamos todos preocupados, con cara de culo. Pero continuamos nuestro viaje”.
En el micromundo del barco, ajeno a lo que pasaba en las Islas, Hugo era técnico electromecánico naval especialista en generadores y atendía el tablero de popa. Trabajaba de dos de la tarde a ocho de la noche, y de dos de la mañana a ocho (seis horas de guardia y seis de descanso).
Su día comenzaba a las dos de la mañana, cuando tomaba unos mates con el panadero Soria y comían algunas medialunas del desayuno de los oficiales al día siguiente. Cuando terminaba su turno a las ocho de la mañana, se tiraba a dormir un rato, salía a cubierta para no estar todo el día metido abajo, volvía a la máquina de dos de la tarde a ocho de la noche, salía, se bañaba, comía y se acostaba de nuevo. En combate su puesto era operador de la motobomba y a su vez en el banco de sangre número cinco, que era una estación de primeros auxilios.
El Crucero Belgrano iba acompañado por dos destructores: el Piedrabuena y el Bouchard, y un buque tanque de YPF que les aprovisionaba de combustible. Hugo recuerda que navegaron cerca de la Isla de los Estados hasta fines de abril. Luego pararon en un muelle de Ushuaia para cambiar parte de la húmeda y vencida munición y cargar algunos víveres complementarios. Desde ese punto el crucero zarpó para nunca más volver…
Los torpedazos
“Llegué a divisar las islas al horizonte, no desembarqué ni las vi de cerca”, confiesa Hugo. “El primero de mayo pasó un avión Hermes y un portaaviones que iba para el lado de Chile. Se nos ordenó que abandonemos las posiciones y lo interceptemos”.
“Lo seguimos hasta que nos hundieron, al sur de las Malvinas, el 2 de mayo a las cuatro de la tarde”, recuerda. Hugo cuenta que “fue un submarino nuclear, el Conqueror. Era muy silencioso, a nosotros nos siguió y ni nos enteramos. Cuando deciden hundirnos se abrieron unos kilómetros y nos dieron cuatro torpedos, de los cuales impactaron dos, uno en popa y otro en proa”.
Hasta ese entonces el relato de Hugo había sido frío, sin emoción. Como si lo tuviera estudiado y lo repitiera de memoria. Pero al llegar el momento del hundimiento, la formalidad en sus palabras deja paso a la emoción.
“Después de ver las ratas en el bar, con el “borracho Muñoz” nos fuimos a cubierta a fumar un pucho. Luego nos fuimos a descansar a las seis de la mañana. A las cuatro de la tarde nos hundieron, más exactamente a las 15:58. Cómo estábamos en alerta de combate, yo estaba como suboficial de guardia de electricidad”, recuerda Hugo.
“En eso sonaron los dos torpedos, primero el de popa que me hizo volar por los aires: ‘¡TRAAA!’, así” abre los brazos en forma de cruz y se inclina para adelante. “Se apagó instantáneamente la luz, me caí, me levanté inmediatamente y volvió a sonar otro torpedazo. Salté de nuevo por los aires y caí en el mismo lugar. Estaba todo lastimado, con la pierna rota y lleno de sangre…”, cuenta.
“Fue muy curioso, esas vueltas de la vida que solo Dios sabe por qué… Mi compañero Daniel Romero me tenía que tomar la guardia a las cuatro de la tarde. A las tres y media lo voy a despertar, le dije: “Dani, levántate, es tu turno. Ya puse la pava, tomamos unos mates y te digo lo que tenés que hacer”. “Bueno, ya voy”, me dijo.
“Cuatro menos veinte fui de nuevo e intenté llamarlo, pero no se levantó. Menos diez volví: “Vos sos un hijo de puta, me querés matar a mí ¿no? Levantate de una vez, me haces poner la pava y cebar mates al pedo. Decime estoy muerto y yo te banco, no tengo problema”. “No, no, ya me levanto”, y se incorporó. Fui a las menos cinco pasaditas: “lo tuyo ya llegó al límite, me tenés harto, podrido, por mi te podes ir a…” Hugo se queda en silencio por unos segundos y continúa su relato: “Pobre, después se murió”.
“Yo calculo que iba subiendo las escaleras de los dormitorios cuando el torpedo venía en camino, porque cuando llegué al taller y abrí la puerta, explotó. Daniel no vivió, porque la explosión fue donde dormía. Lo agarró de lleno, lo mató, a él y a muchos más. De un viaje nomás se llevó 300 muertos… Un montón. La guerra dejó 649 bajas, la mitad de ese numerito la pusimos nosotros”.
Salir del barco
“Éramos nueve en el taller de electricidad donde reparábamos las cosas, en la segunda cubierta baja”. Guarda silencio durante unos segundos y antes de hablar se aclara la garganta: “mis ocho compañeros salieron para popa y no volvieron nunca… El torpedo entró de abajo para arriba, reventando las cubiertas, entre esas la máquina donde yo debería estar de guardia”.
Las pausas en el relato son más frecuentes, y los ojos de Hugo se humedecen. “Todos los que salieron: Quintana, Fleitas, José Francisco… llegaron al comedor y se resbalaron en el petróleo que había salpicado la abertura hecha por el torpedo. Por eso se cayeron en el fondo de la máquina y quedaron ahí, hechos mierda”.
“Yo, no sé porque, si me preguntas hoy a casi treinta y cinco años, te digo no sé. El protocolo decía que teníamos que salir para popa, pero yo salí para proa. Iba alumbrando el camino, levanté unos cuantos que estaban tirados, agarré un salvavidas, me lo puse y llegué a cubierta a ver que se podía hacer. Pero me dijeron: hay que abandonar porque esto se hunde. Así que lanzamos la balsa al agua y me tiré…”
“No quería hacerlo, porque el barco estaba inclinado para popa, teníamos que saltar por el lado de atrás de la proa. Pero no quedaba otra, así que agarré una soguita y empecé a escalar: ‘tum, tum, tum’. Cuando estaba llegando a la balsa, vino una oleada de agua fría y me mojó todo. Me caí al mar y la balsa me tapó, conmigo pegado del lado de abajo”.
“Creo que habré estado tres o cuatro minutos, hasta que me sacaron de los pelos mis compañeros. No tanto porque me quisieran sino porque tenía un cuchillito. La balsa estaba atada al barco, que se hundía; entonces buscaban el cuchillo para cortar la soga. Me rescataron, partieron la soga y nos pudimos alejar”.
Sobreviviendo
“A partir de ahí estuvimos en un mar de cuatro mil metros de profundidad, con vientos de más de 70 kilómetros por hora y olas que superaban los diez metros de altura. Era al sur de las Malvinas, cerca del Círculo Polar Antártico. Si te caes al agua en dos o tres minutos morís de hipotermia. ¿Por qué vivo? No sé, no tengo respuesta… Me conformo con saber que vivo nada más. No sería mi hora…”
Hugo recuerda que la balsa era un poco más grande que una carpa de cuatro personas. Sin embargo, ahí estuvieron 20 personas durante 48 horas. “Un detalle importante, estaba pinchada”, resalta. Toda la tarde del 2 de mayo, esa noche y todo el 3, soplaron vientos fuertes.
La primera noche un barco los buscaba pero no los vio, a pesar de que tiraron bengalas. “Se fueron y nos quedamos ahí, en la noche más triste que pasé”, se entristece Hugo. “Creí que nos moríamos, que no la contaba. Es horrible, te podés hacer el corajudo y decir: ‘naah, yo no le tengo miedo a la muerte’. ¡Minga!, cuando tenés esa sensación en la que realmente pensas que te vas a morir, te quiero ver”.
Pasaron dos días de agonía. Hugo continúa su relato: “No me quiero hacer el pobrecito… pero no hay peor terror que no saber si en los próximos cinco segundos vas a estar vivo o muerto. Porque yo te puedo decir: “en una hora vas a estar muerto”. Te va a caer mal, pero ya sabes que no vas a vivir más, te resignas. Pero luchar permanentemente, pensar: “resolví este instante, faltan todos los demás”. Porque en esa situación ni siquiera cuentan los minutos, sino los segundos. Eso es… mortal, te genera pánico, estrés, te condiciona de por vida”.
“La noche del 3 al 4 hubo un milagro. No puede ser que, como si cruzando una puerta, pasamos de un temporal a un mar calmo. No hay una división tajante climáticamente, sino que va parando, se suaviza de a poco, hay una leve brisa. Pero no frena de repente. Eso se lo atribuyo a Dios, fue un milagro, no tengo dudas”.
A pesar de que contaban con elementos sofisticados para pedir ayuda, lo que sirvió fue un espejito cuadrado con un agujerito y un palito, con el que hicieron señas a un avión. A las tres horas, apareció el destructor Piedrabuena. Paró máquinas y la correntada los fue llevando de a poquito, hasta que chocaron contra el barco. Ahí los subieron con unos arneses de uno en uno, y terminó la pesadilla.
El después de la guerra
Cuando los rescataron, les dieron comida caliente y vino mezclado con agua. Al llegar a Ushuaia los recibió la gente de la base naval, pero sobre todo los obreros y estudiantes del pueblo. “Violando todas las normas y arriesgando sus vidas, pusieron una mesa en el puerto y nos dieron sopas, cigarrillos, chocolates, frazadas. Ese abrazo colectivo es algo difícil de olvidar”, se enorgullece Hugo.
De allí los subieron en un avión y los mandaron a Puerto Belgrano. Hugo se fue urgentemente a Salta a ver a sus padres, porque si bien había sido incluido en la lista de sobrevivientes, quería que tuvieran una confirmación personal. Entonces fue al Correo Argentino y mandó un telegrama que decía: “estoy bien y sano”, firmado con un apodo familiar: “Engrudo”. “Me decían así porque siempre tenía el pelo parado y mi mamá me ponía mucha gomina”.
La Guerra de Malvinas dejó huellas muy profundas en su ser, que aunque él quiere le cuesta mucho cambiar: “pasar dos días perdidos en el mar… He ido años enteros a terapia y no superé ese terror crónico. Esa es la tara más grande que me ha quedado, además de no poder tomar agua. Puede ser jugo, mate, gaseosa, pero el agua sola no la tomo ni en pedo, porque recuerdo cuando casi me ahogo”.
Si bien pasó muchos años enojado con la vida, después entendió que había que seguir su camino. “Eso me permitió asociarme con la Asociación de Veteranos, construir, crear, hacer partícipes a mis hijos. Ellos hicieron de todo cuando formamos el Museo de Malvinas del Fuerte Barragán (en la localidad bonaerense de Ensenada).
“Por eso, si bien fue terrible, la guerra tuvo su correlato positivo. Hoy soy muy querido, yo veo que el afecto de la gente es sincero. Se me han abierto muchas puertas y lo más importante, formé mi familia. Todo gracias a la guerra”, concluye Hugo “Engrudo” Molina, un sobreviviente.